Ademia

Capítulo 2: Las babosas

La jardinería es una de las pocas actividades que compartimos en familia. Un hobby que poco a poco fue haciéndose espacio en nuestras vidas en forma de rutina, hasta que se transformó en un bonito oficio. Vendemos plantas y embellecemos los patios de los vecinos. Últimamente no ha habido mucho trabajo, aún así siempre es bueno darse un respiro de algún conflicto para cuidar de la tierra y calmar las aguas internas.

De más está decir que la razón del silencio cómplice de mis padres no es estrictamente por estar regando las flores o buscar esa conexión con la naturaleza, según mamá. La discusión que tuvimos hace veinte minutos terminó amargando el desayuno, por no decir todo el día, así que reflexionar en silencio nuestras acciones fue la mejor solución, según mi madre. Su pensamiento hermético; cerrado totalmente a dejar pasar una opinión opuesta a la suya ha calado mis más grandes esfuerzos por complacerla. 

—Mamá... ¿Cuánto más estaremos así?

—Hasta que comprendas lo esencial, Chlorine. Hace un mes cumpliste la mayoría de edad y ya te has metido en varios problemas.

—Que yo no busco pleitos... 

—Sí, sí, todo te pasa a ti de casualidad, ¿Crees que yo no tuve tu edad?

Otra vez con eso. Suelto la regadera y me quito los guantes de goma, esto ya me ha enojado. Ella ni se inmuta, continúa arreglando una maceta.

—No paras de repetirlo. Me hablas como si fuera una cualquiera. Como si mi independencia, para nada respetada, fuera ilegal tenerla.

—¿Qué concepto de independencia tienes a esta edad, eh? No piensas en el entorno que te rodea, no piensas en mi salud ni en la de nadie. Pasaste de trabajar en equipo a exigir algo que no te has ganado todavía. 

—¿No ves que no me pasó nada? —menciono trayendo nuevamente el tema por el cual surgió el drama —. Haces de un pequeño pensamiento un gran océano. 

—¿Sigues creyendo que todo esto es por eso? —mira a papá y suelta una risa seca. Deja la maceta y se voltea a verme —. Chlorine, vives bajo mi techo, y bajo este se rigen mis reglas y una de ellas es la obediencia a tus padres. Me importa tres cominos dónde estés, te dije que te fueras de allí pero me cortaste la llamada. ¿Sabes cómo me puse?

—¿Solo es porque colgué la llamada?

—... Pensé que te había pasado algo —ignoró mi pregunta —. No has aprendido nada, pues hasta que no lo hagas no voy a cambiar de opinión.

—Es imposible hablar contigo, yo voy a los hechos y tú te quedas en lo hipotético de las cosas, en cosas que no pasaron. Nunca vamos a coincidir en ese sentido. Me robaron una sola vez, no fui en busca de ello, solo pasó. 

Eso es lo que ella no entiende; que me hayan robado una vez no significa que lo hagan siempre. No obedecer no es una relación causal. Correr peligro no atrae el que te roben, porque sino siempre que haya peligro habrá un robo. ¡Es absurdo!

—Ya he hablado adentro, espero que pienses en eso porque esto se termina aquí —se quita los guantes dando grandes pasos hacia mí. Se detiene a dos pasos de distancia —. No saldrás los fines de semana hasta nuevo aviso, y cuando vuelvas del trabajo fregaras, y no... —hace una señal para que no la interrumpa —... No quiero quejas. Agradecerás algún día todo esto. 

Reprimo las ganas de explotar. Yo puedo.

—No puedo vivir en una cajita de cristal. ¿Nada de lo que diga y haga te es suficiente? —se me agita el pecho —. Y no, no quiero hacer lo que digas porque no hice nada malo, es injusto. Puedo decidir lo que yo quiera, saldré sí quiero.

—¡No toleraré que sigas hablándome así!

—¡Lo seguiré haciendo, si a ti no te importa nada!

—¡Basta! No seas rebelde, Ademia —exclama furiosa. En cuanto suelta esas palabras se tapa la boca enseguida y sus ojos, por un momento, parecen salirse de órbita.

Ademia...

¿Quién es Ademia?

Sus rostros me inquietan al ver que me observan como si esperaran algo, y la rabia e impotencia que creía sentir se esfumaron de un ápice a otro. Todo se sumió en un sepulcral silencio. Quiero preguntar, dar un paso, ¡Algo! Pero súbitamente siento una cosquilla cálida en la base de la espina dorsal. Mi padre parece reaccionar y corre a mi auxilio, le tomo del brazo con fuerza a causa del mareo. ¿Se me bajó la presión? No puede ser. 

—¡Estás sangrando! —junto al grito de mi madre, noto que hay gotitas de sangre manchando mis manos... Las llevo a mi rostro.

¿Estoy... Estoy llorando sangre?

Me asusto cuando mi voz no sale para pedir ayuda, en cambio, las manos me comienzan a temblar. ¡¿Qué?! ¿Sangre? Oh Dios mío... ¿Estoy muriendo?

Entro en pánico e intento moverme pero el dolor parece sujetarme de las piernas. Toco mi garganta al sentir que me ahogo, como si estuviera encerrada dentro de mí misma. Miro hacia todos lados buscando ayuda pero me encuentro sóla experimentando algo extraño y ajeno a mí. Todo mi campo de visión se vuelve borroso. 

Las piernas se me debilitan y caigo. Espero sentir el brazo fuerte de mi padre suave a mi alrededor para amortiguar la caída pero nunca me llega la sensación, solo se apartó.

No entiendo de dónde salió todo este dolor; no es posible que sienta que me van a estallar las venas en cualquier momento.

¡Duele!

—¿Qué hacemos? —La voz de mi madre se oye como un susurro lejano.

¿Por qué no me ayudan? Me tomo del cuello con desesperación. De nuevo me vuelve la sensación de asfixia. Me marea ver cómo me miran y no hacen nada, ¿Qué les pasa? Tengo tanto miedo, ¿Estoy muriendo?

—Tiene que cerrar los ojos. 

¿De qué hablan?

—Lo siento. 

Lo último que percibo antes de caer en la inconsciencia total, es un par de ojos miel.

···

Soledad. 

Esa sensación es lo primero que advierto cuando despierto. ¿Cómo es que llegué a mi habitación? Suelto un gemido de dolor al impactar con el incandescente resplandor del sol. Muevo lentamente la cabeza de lado a lado, los huesos de mi cuello se truenan en el transcurso ocupando ese sonido cada recoveco de la habitación.




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