Ademia

Capítulo 3: La balanza

El doctor no tardó en llegar, tenía aspecto de novato; cabello liso, como si lo hubiera lamido una vaca, y un uniforme pulcro, aunque un poco torpe en el manejo de las cosas. Tardó muy poco en hacerme el chequeo; me iluminó los ojos con una linterna, me tomó la presión e hizo alguna que otra pregunta de rutina. Le bastó muy poca información para asegurar mi diagnóstico, lo cual me sorprendió.

—Es un cuadro de estrés ansioso —dijo y le entregó un papel con la receta del medicamento a mi madre —. Con esto se le irá.

En ese momento en mi mente giraban con frenesí las lúcidas imágenes de lo sucedido, ¿acaso le pareció tan irrelevante llorar sangre? Me resulta absurdo. Ignoró todo lo que dije. Debió de querer marcharse rápidamente, que así fue, o simplemente soltó lo primero que se le ocurrió para calmar a mi madre, añadiendo a contrapelo para mí, que el cuadro de estrés ansioso es algo propio de la edad. Gracias, doctor. De todos modos, ella no dijo nada al respecto, no sé si para bien o para mal. Solo sé que está ejerciendo el super poder de las mamás de hacer de cuenta que nada pasó y todo es amor y paz. No es momento de quejarme, solo debo surfear la ola junto a ella.

No bajé a cenar, así que mi padre me trajo la comida a la habitación.

—Tu mamá la preparó, tómala despacio —besa mi cabeza —. Si quieres más me llamas y te traigo.

—Vale —le sonrío sin mostrar los dientes hasta que lo veo desaparecr por la puerta.

Ahora estoy a solas con el vapor de la sopa empañando mis ojos. A pesar de que no tengo apetito, sujeto la taza y me obligo a tragar el líquido caliente. 

Pasaron unos largos minutos, quizás más, no sé cuánto tiempo estuve en silencio y mirando mis manos. Ya no hay más que la luz de la calle entrando por la ventana. Viendo el desorden que hay, me levanto y limpio un poco mi entorno. ¿Qué más sino?

En medio de un bostezo mis ojos miran hacia el escritorio donde está mi diario abierto. Suelto la bolsa para que caiga al piso y me acerco. Arreglo la silla antes de sentarme. Ademia. Destapo la lapicera y la escribo.

¿Qué será? ¿Un adjetivo, un nombre, una mala palabra? ¿Una palabra en otro idioma?

Le dedico al menos dos horas más en la misma posición incómoda y encorvada, buscando en el ordenador el significado para escribirla junto con las restantes 187 que he recogido en este último tiempo. Lo curioso es que, aunque conozco la tardía tarea de lograr dar con el orígen y su significado, con "Ademia" me resulta imposible.

—¿Cómo que error? ¿No existe?

Los resultados de la búsqueda, dondequiera que esté, señalan errores gramaticales, como si hubiera escrito mal la palabra, pero además de "academia" no ofrecen ninguna otra sugerencia. Es extraño. Mis ojos pasan del papel a la pantalla: Entonces, ¿mamá inventó una palabra?

Las manos me comienzan a picar, ¿Qué hora es? ¿Estará despierta?

···

Toco tres veces su puerta y espero a que responda. Son pasadas las ocho de la noche, no creo que esté durmiendo. Mientras espero me rasco la palma de la mano.

—¿Sí? —dice indicando para que abra la puerta. Sujeto la puerta y asomo la cabeza sin pasar el cuerpo.

—¿Te molesto?

—No —agarra el control remoto y le pone pausa a la televisión —¿Pasó algo?

—No puedo irme a dormir...

—¿Te sientes mal? —hace el amago por levantarse de la cama pero le hago señas con las manos para que se quede en el lugar.

—No, no. Algo me... ¿Puedes decirme qué significa Ademia?

Frunce el ceño y aparta la vista al frente sin hacer contacto visual, igual que los días de tensión donde le pregunto cosas que ya ha repetido mil veces. Por la expresión de su cara, quizá esperaba todo menos esa pregunta.

—¿Mamá?

—¿Es solo eso lo que te inquieta? —carraspea e ignora mi pedido de que se quede en la cama, se levanta y llega hasta mí.

Cambio el peso de la pierna izquierda a la derecha.

—Sí... ¿Es un nombre? ¿Adjetivo? ¿Acaso un sustantivo en otro idioma? ¿Es ruso?

Sostiene mi mirada con impavidez.

—No.

—Es un nombre... —susurro interrumpiendola. Ella me pone la cara fruncida de inmediato.

—Que no responderé porque no existe esa palabra. Me salió sin querer. Cuando estás en el calor del enojo muchas veces se dicen cosas absurdas —suspira y niega con la cabeza tomándose de la frente —. No le busques la quinta pata al gato, no ahora, Chlorine.

—Seguro... —murmuro algo insatisfecha —. ¿Por qué no se te ocurrió antes? —ante mi queja levanta una ceja —. Podrías haberme puesto Ademia, suena mejor que llamarse como un elemento químico...

—¡Qué dices! —exclama —. Chlorine es un hermoso nombre. Ya vete a dormir de una vez, mira lo que dices.

—Está bien, lo siento, me iré a dormir.

Así que Ademia es un nombre...

···

Por la noche no dormí, además de tener la sensación de que tengo todavía a esas babosas en las piernas y el fantasma del lagrimal lleno de sangre, no pude evitar pensar en que el fin de semana estaba a la vuelta de la esquina y que posiblemente no podré salir al muelle como siempre. A pesar de la tranquilidad, sobre la base de una tregua jamás acordada, sé que mi madre no dejará pasar por alto todo lo dicho. Siempre encuentra un momento y una forma para hacer cumplir su palabra.

Ya es sábado, 8.39 de la mañana, y acaba de acontecer lo inesperado.

—¿Irás a buscar tus medicamentos? 

—¿Medicamentos?

Había olvidado que el doctor me entregó una receta para levantar un medicamento en la farmacia.

—Por tu cara creo que ya te has dado cuenta —me entrega el papelito y me mira con el semblante serio —. Aunque dije que no ibas a salir más que al patio, no tengo humor para ir hasta la farmacia. Así que por hoy vas y vuelves. Pero sigues castigada —me esfuerzo por no ser tan obvia con mi sonrisa, no declino la propuesta, por supuesto; eso no quiere decir que esté de acuerdo. Al contrario, estoy en contra de cómo y el modo en que se dan las cosas. Pero es mamá.




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