Despierto a regañadientes después de haber pasado la última hora tratando de conciliar el sueño, pero es demasiado temprano para levantarme. Me escondo debajo de las sábanas, dejando solo mi cabeza fuera.
Al ver que la neblina cubre toda mi ventana, engruño el ceño. De seguro la feria del pueblo va a ser un desafío hoy.
Contemplo el techo por un momento antes de soltar un suspiro y levantarme con pereza de la cama. Abro el cajón de la mesita de noche a ciegas, el sonido del blíster de pastillas resuena en la habitación mientras saco una. Camino descalza por el suelo frío hasta el baño, abro el grifo y trago la pastilla.
Sumergiéndome en el agua caliente, el vapor se envuelve alrededor de mi cuerpo, desvaneciendo mi tensión muscular. Mientras me enjabono, observo con cuidado mi cuerpo, notando con preocupación que apenas hay un pequeño moretón en mi antebrazo, como el único rastro de lo sucedido. Trago saliva y dejo de mirarlo. A pesar de las imágenes que vienen a mi mente, continúo lavándome, suprimiendo mi enfado y confusión para no arruinar mi día.
Una vez que salgo de la ducha, me preparo para el clima lluvioso, vistiéndome con mis pantalones de lluvia, botas, bufanda y chaqueta impermeable. Luego, abro el cajón de mi mesita de luz para buscar mis lentes.
En algún momento inevitable, tendré que ordenar todo esto para evitar estos atrasos.
Con fatiga, reviso meticulosamente cada rincón, cada objeto, pero mi mirada se detiene en una caja que permanece oculta en el fondo. Por el nombre, sé que es el medicamento que debo ingerir a diario pero no entiendo por qué se ve diferente. De pronto me siento inquieta. Recojo las demás cajas viejas para comparar y, para mi sorpresa, no puedo evitar rodar mis ojos. ¿Es posible que se hayan equivocado de nuevo? ¿He estado tomando el medicamento incorrecto durante toda la semana pasada?
—¡Me haré más viejo esperando!
—¡Voy! —Le devuelvo el grito a papá. Miro por última vez las pastillas y, guardando las gafas, las dejo en su lugar y cierro el cajón. La chica de la farmacia tendrá una larga conversación conmigo.
Al pisar el patio trasero, la densa neblina y la lluvia fina me arropan, acariciando suavemente mis mejillas como pequeñas astillas.
—Buen día, jovencita. —Alcanza a decir mi padre con la voz rasposa mientras, con sus manos parecidas a ramas de roble, carga una maseta.
—Buen día. —Le devuelvo el saludo.
No comprendo por qué mamá insistió tanto en que lo ayudara. Quizás sea una consecuencia de estar castigada, ya que me encuentro plantada en medio de la lluvia observando cómo papá se encarga de todo. Mi presencia parece ser más una carga que una ayuda. Me froto la nariz. Finalmente, cuando termina, subimos juntos a la camioneta.
—Hija, ¿sabes lo que significa saudade?
Hasta que por fin me habla. Pisa el acelerador para adentrarnos en la calle.
—No —respondo con honestidad—. ¿Qué es?
—Un sentimiento causado por la distancia, como la añoranza de algo amado que te causa melancolía. —Lo escucho atentamente y proceso la nueva información.
—Oohh. —Asiento lentamente con la cabeza.
interesante. Palpo mis bolsillos en busca de mi celular pero no lo encuentro. Como no puedo anotarlo de inmediato, trato de retenerla en mi mente.
Sauda... Saudea... Sa- ¿Saudada? ¿Cómo era?
—Últimamente te ves mucho así.
—¿Así cómo?
—Saudable.
Saudable. Saudable. Saudable. Saudable.
—Creo estar segura de que no me siento de ese modo en absoluto. —Pienso y lo digo en voz alta.
Papá se pasa la mano por la cabeza, sus dedos deslizándose por los cabellos canosos. Una expresión de preocupación se dibuja en su rostro arrugado, sus ojos reflejan una mezcla de fatiga y dilema. Suspira profundamente. Eso me inquieta por lo que dejo de mirarlo.
—No logro comprender lo que ha estado sucediendo contigo últimamente, pero tu actitud ha experimentado un cambio radical, y eso nos llena de preocupación.
—¿Por qué? Si no he hecho nada malo. —Frunzo el ceño.
—No pretendo desafiarte, por favor, mantén la calma —suaviza su tono de voz—. No se trata simplemente de llevar a cabo una acción, sino de las intenciones detrás de ella y cómo nos tratas en el proceso.
—¿Nos?
—Tus padres.
Tomo aire.
—No sé qué decir. —Casi tartamudeo porque no me veía venir esto.
—Empezando con una disculpa estará bien.
¿Una disculpa? Vuelvo a fruncir el ceño.
—¿Si no lo hago estaré castigada de por vida? Es injusto. —Me cruzo de brazos y miro por la ventana.
—Por esa rebeldía que estás teniendo has cambiado tu actitud hacia nosotros. ¿No lo notas?
Inmediatamente la voz de mi madre diciendo "no seas rebelde, Ademia" se me viene a la mente y no puedo estar más en desacuerdo. ¿Rebelde? ¿Me consideran rebelde ahora? ¿Eso es lo que piensan? Eso me confunde y me llega a frustrar. He sido tan compasiva, me he acomodado a sus reglas y que me digan esto es atentar en contra de todo lo que he tratado de ser para ellos, parece que la equivocación no es una opción para ellos y la libre expresión es un delito.
Cierro los ojos y aumento la fuerza con la que estoy cruzada de brazos. Si tan solo supieran que tengo problemas verdaderamente graves que no tienen nada que ver con sentarme a planificar cómo revelarme en contra de mi familia tal vez me entenderían. ¿Pero qué digo? No lo harían jamás.
—Ha ocurrido algo contigo en la última semana —a pesar de mi silencio, él prosigue con su monólogo—. Desconozco qué ha sucedido o qué ha cambiado, pero nunca antes habías tenido tantas discusiones con tu madre. Observa cómo te comportas, hija —hace una pausa—, estás siendo castigada. No había ocurrido algo similar desde los dieciocho años. Te menciono esto con la esperanza de que reflexiones al respecto.
—¿Dieciocho? Los cumplí hace un mes.