La estridente alarma rompe el silencio a las 6:30 am, anunciando el inicio de mi día antes de lo acostumbrado. Trato de apartar las lagañas mientras me arrastro hacia el baño.
No recuerdo cuándo volví a dormir, o si logré hacerlo después de despertarme por tercera vez en lo que se suponía que debía de ser la noche más larga de mi semana.
Después de la ducha, miro la ropa que preparé ayer, tendida en la silla del escritorio; mi vaquero gris, mis botas de lluvia a la medida color salmón, un par de remeras y poleras de algodón para cubrirme del frío, y la impermeable amarilla.
Camila, con su agudo ojo para la moda, sostiene la creencia de que estoy para esas extravagantes pasarelas con cómicos trajes que nadie jamás se pondría. Lo cierto es que, la amalgama de tonos podrá no ser muy bonita a la vista, pero es la receta perfecta para todos los días de invierno; cielo nuboso y propenso a pintar el pueblo de lluvias sin previo aviso. Supongo que, en esta bóveda gris, cualquier elección cromática se erige como un acierto.
En la llamada que tuve con Kell por la noche nos pusimos de acuerdo para que hiciéramos todo desde temprano. Prometió prepararme un platillo que jamás olvidaría. Una receta que su hija le había traído de Filipinas.
—Mamá —Levanto la vista al bajar el último escalón—, estoy lista.
Ella se acerca con una media sonrisa.
—Escríbeme cuando llegues al mercado —me da un beso en la frente como despedida, acompañado de esa mirada de "si no escribes, te buscaré y me arrepentiré de haberte dado permiso".
Corro hasta la casa de Kell, a solo unas cuadras de distancia, en lo que vulgarmente llamamos "un tanque azul", una estructura prefabricada similar a una casa rodante pero más grande y sin ruedas. En algún momento de mi vida, consideré la idea de vivir en algo así, y aún me agrada la idea.
Atravieso su patio corriendo y llego a la entrada, pero antes de que pueda llamar, la puerta se abre anticipadamente.
—¡Pero qué sorpresa! Puntual, como siempre —sonríe, y no espero a que me deje pasar. Con una gran sonrisa me acerco hacia él para envolverlo en un abrazo.
—Kell.
—Mijita —me lo devuelve con el doble de fuerza.
Nos separamos. Lo veo asegurar la puerta, y se gira dando un gran suspiro.
—¿Manejas? —Pregunta.
Mi cara todavía no se ha despertado, y sé que fue suficiente con verla para que lea mi respuesta en ella.
—Ve al copiloto.
—Como diga, capitán —Levanto las manos en rendición.
Tomamos la carretera hacia el pueblo vecino, Yelizovo, a unos veinticinco kilómetros al sur.
...
Una vez que llegamos, caminamos con pasos pausados pero seguros, como si conociéramos cada rincón de este lugar. Exploramos las tiendas locales, algunas de las cuales venden curiosidades artesanales y productos del mar que parecen recién sacados del océano. Compramos solo lo necesario para nuestra cena especial: pescado fresco, calamares, algunas hierbas aromáticas y vegetales crujientes. Cada interacción con los comerciantes es cálida y amigable, y me siento bienvenida a pesar de ser una completa extraña.
Si creía que Kell, con solo respirar a mi lado, iba a solucionar todos mis problemas; estaba en lo cierto. Mi anciano favorito se enciende como una radio, saca sus mejores historias del baúl y ahuyenta mis pensamientos destructivos.
Escucharlo hablar se vuelve una melodía hipnotizante, sus frecuencias me van organizando los patitos en mi cabeza.
—... Y preguntó, ¿los peces se sientan? Y no pude abstenerme de decirle; por supuesto, ¿Por qué crees que existen los bancos de sardina? —ambos estallamos de la risa, y por poco se me vuelca la bebida gaseosa.
—¡Eres cruel con tu nieto! —Le doy un ligero golpe en el hombro, Tommy siempre es el mejor protagonista de sus mejores anécdotas.
—Y no es todo. Una vez me pidió una pecera, y supe que no la estaba cuidando bien. Lo llamé y le dije si había cambiado el agua a los peces. ¿Y tú qué crees que respondió? ¡Qué no! ¡Porque todavía no terminaban de tomar el agua que les había puesto cuando la instalé!
Expulsé el jugo de naranja por la boca. La carcajada casi me deja sin poder respirar.
—¡No es cierto! —exclamo.
De tan solo pensar en esos pobres peces, sin comida y con ese dueño, hace que me sienta culpable por solamente reírme al imaginarme a su nieto esperando a que al menos uno de ellos se tome el agua.
En algún momento fui Tommy, lo sé.
Miro a Kell caminando hacia la camioneta, y respiro hondo.
Si pudiera darle un sabor a la felicidad que siento en este momento, que no solo la veo o la leo, sino que se ve desde mis ojos, y se manifiesta detrás de ellos, resonando por todo mi cuerpo, diría que es como el ardor de un puñado de hormigas rojas en mi paladar. Una sensación picante y enérgica que me hace sentir viva, y real como nunca antes.
Me subo al asiento del copiloto.
—Kell...
—Dime.
Humedezco mis labios. Espero a que nos pongamos en marcha.
—¿Crees en lo sobrenatural? —La pregunta se me escapa, pero no se siente incómodo el pronunciarla.
—Hm, sí. Claro que sí.
—Oh —no oculto mi sorpresa —. Creí que dirías que son solo fábulas.
—Hay tantas cosas que se pasan por alto y se creen fábulas... —se queda en silencio.
El atardecer cambia el color oxidado y viejo de este vehículo, por dorados y anaranjados brillantes. El sol en mi rostro no me molesta, pocas veces se puede presenciar algo así de bonito, y en mi pueblo nunca pasa. Pero no puedo detenerme a apreciarlo en absoluto.
Vuelvo la atención a él.
—¿Cómo reaccionarías si tuvieras una experiencia cercana a ello?
—¿Te refieres a una experiencia sobrenatural? Tengo experiencia, no he reaccionado igual en cada caso. Te puede sorprender o asustar. Lo que es raro es pensar que estamos solos —también me mira, y sonríe—. Nuestros ojos son tontos, no ven nada. Captamos lo justo y necesario para sobrevivir, pero hay más. Lástima el terror a ello.