La luna no sangraba.
No todavía.
Pero esa noche, algo dentro del cielo empezó a gritar.
Eryon cayó de rodillas en el barro.
Su aliento se volvió vapor.
Sus uñas, garras.
El lobo que ya no era suyo… aulló.
Y al otro lado del mundo, en lo alto de una torre olvidada, la diosa despertó desnuda y temblando sobre piedra negra.
No temblaba de frío.
Temblaba de algo mucho más humano: deseo, hambre... y furia.
Sus labios estaban partidos.
Sus ojos, ciegos por segundos.
La piel... demasiado frágil para alguien que había sido eternidad.
Tocó su vientre. Sintió pulsar el corazón de alguien que aún no conocía.
—Me han atado al mundo —susurró, odiando cada palabra.
—Y él… ya me siente.
Su cuerpo no tenía alas.
Ya no era la reina suspendida entre estrellas.
Era carne. Era tacto. Era curva y hueso.
Y eso lo cambiaba todo.
La magia que la trajo de regreso no era suya.
Había sido invocada. Forzada.
Por un antiguo juramento que no debió romperse.
Una marca ardía entre sus costillas:
𝘋𝘦𝘴𝘱𝘦𝘳𝘵𝘢, 𝘓𝘶𝘯𝘢𝘦. 𝘌𝘭 𝘷𝘪𝘯𝘤𝘶𝘭𝘰 𝘵𝘦 𝘳𝘦𝘤𝘭𝘢𝘮𝘢.
Ella se incorporó, dejando atrás el altar de obsidiana.
El mundo la esperaba…
Y con él, Eryon, el único lobo cuyo vínculo jamás debió existir.
Porque Lunae no tiene mate.
O al menos…
No debería tenerlo.