La luz roja se apagó.
No lentamente, no con calma.
Sino como si alguien hubiera soplado una vela cósmica.
Silencio.
Solo el goteo de fluidos sagrados.
Sudor, sangre, deseo.
Todo mezclado en el suelo del santuario.
Eryon permanecía sobre Lunae, aún dentro de ella, pero no se movían.
No era momento de caricias.
Ambos sabían lo que habían hecho.
Lo que habían desatado.
Y, sobre todo, a quién habían despertado.
—No puedo sentir a Cael —susurró él.
—No lo vas a sentir más —respondió Lunae, con la voz ronca de lo recién salvaje—.
No porque haya muerto…
sino porque alguien más tomó su cuerpo.
En algún lugar de la selva, lejos del templo…
una flor oscura se abrió por primera vez en siglos.
Del centro brotó humo blanco, espeso.
Y de ese humo emergió él.
Nim-Rhazel.
El Primer Amante.
El Creador de Lunae.
Y el único ser que alguna vez pudo darle placer… y dolor… al mismo tiempo.
Vestía piel. No cuero, no tela.
Piel humana cosida a mano.
Sus ojos eran como lunas muertas: no brillaban, pero absorbían todo.
—El vínculo fue sellado —murmuró, saboreando el aire como vino antiguo—.
Pero no con mi marca.
Ella eligió.
Y eso, para él, era peor que la traición.
Era olvido.
De regreso en el santuario, Lunae se incorporaba.
Aún desnuda.
Aún temblando.
Eryon la ayudó a vestirse, aunque no le importaba si la miraban los dioses.
Su cuerpo le pertenecía a ella…
y, un poco, a él ahora.
—¿Y ahora qué somos? —preguntó él, tocando la cicatriz en forma de media luna que apareció en su pecho, justo sobre el corazón.
—Somos lo que Cael intentó evitar —susurró ella—.
Una aberración para las sectas.
Un milagro para las viejas profecías.
Una vibración los atravesó.
Como una campana invisible.
Ambos giraron al mismo tiempo.
Del otro lado del templo, una figura encapuchada los observaba.
No era Hueco.
Tampoco era uno de los suyos.
Era una mujer.
Cabello blanco como ceniza.
Ojos dorados, pero sin luz.
Una sonrisa que recordaba demasiado.
—Lunae… —dijo, con voz suave—.
Por fin volviste a parir caos.
Te extrañaba, hermana.
El cuerpo de Lunae se estremeció.
Esa voz.
Esa manera de mirar.
No era una enemiga cualquiera.
Era Elaia.
La última sacerdotisa del Templo Perdido.
Y la única mujer que alguna vez fue digna del favor del Primer Amante.
Una rival.
Una amiga rota.
Una sombra con forma femenina.
—¿Qué hacés viva? —preguntó Lunae, con voz afilada.
Elaia rió.
—¿Y vos?
¿Después de haber muerto en el vientre de un dios?
Silencio.
Eryon se tensó. Sabía que algo nuevo comenzaba.
Lunae dio un paso. Su cuerpo aún sangraba fuego.
Pero su mirada no titubeaba.
—Si venís a reclamar a Nim-Rhazel, tarde llegaste.
—No vengo a reclamarlo —dijo Elaia, ladeando la cabeza como un cuervo que huele tragedia—.
Vengo a compartirlo.
Y entonces se acercó.
Rozó la mejilla de Eryon con los dedos.
Y él no se movió, pero su corazón tembló.
—Él tiene algo tuyo, Lunae.
Y algo mío.
La luna reapareció, pero ya no era blanca.
Era roja.
La luna de los falsos pactos.
La luna de la sangre no bendecida.
Y con su luz, todo cambió.
El templo crujió.
Los árboles se curvaron hacia el suelo.
Y desde las profundidades… los Hijos de Nalah se arrodillaban… no ante Lunae.
Sino ante Elaia.
Y así comenzó la verdadera guerra.
La del deseo sagrado contra el deseo corrupto.
La de lo elegido… contra lo que nunca debió ser olvidado.