AdiÓs A La Luna

LUNAE ANTES DE TODO

Lunae la miró.
Sus pupilas se estrecharon como si acabara de ver una estrella muerta.
Pero lo que dolía no era el pasado.
Era lo que comenzaba a recordar.

—No… no podés ser ella.

Elaia se sonrió.
No con odio.
No con ternura.

Con lástima.

—¿Cuántas veces te olvidaste de mí, Lunae?

El templo ya no respiraba.
El aire era denso, caliente.
Y la luna roja parecía observar como testigo del sacrilegio.

Eryon intentó acercarse, pero Elaia levantó una mano y el suelo tembló bajo sus pies.

—No, lobo alado.
Esto es entre ella y yo.
Esto viene de antes que tu especie soñara con nacer.

Lunae dio un paso atrás.
El pecho le ardía como si sus venas se llenaran de fuego.
Y los recuerdos...
¡Los malditos recuerdos!
Empezaban a filtrarse como cuchillos por la grieta de su conciencia.

Un cuerpo bajo el agua.
Una caricia nocturna.
Un juramento susurrado en una lengua que ya nadie hablaba.

—Elaia... —murmuró—. Fuiste mía.

Elaia asintió.

—Fui tuya.
Fui tu guardiana.
Fui tu amante.
Fui tu espada y tu altar.
Y cuando Nim-Rhazel te eligió para su deseo divino…
fui tu sacrificio.

El eco de esa palabra —sacrificio— cortó como una daga.

Eryon frunció el ceño, confundido. Lunae nunca había mencionado esto.
Porque ella tampoco lo recordaba.

Pero ahora… ahora todo encajaba.

Un ritual.
Una mujer arrodillada.
La luna sangrando por primera vez.

Lunae había amado a Elaia…
y para obtener poder,
la había entregado.

—Te usé —dijo ella, sintiendo las lágrimas caer sin permiso—.
Te entregué al dios para que me diera su semilla.
Para volverme luna viviente.
Y vos… te dejaste.

Elaia se acercó, despacio, como una marea oscura.
Cuando estuvo a centímetros, le tomó el rostro con ambas manos.

Sus dedos temblaban.
Pero su voz no.

—Porque te amaba.
Y te amo todavía.
Y por eso estoy acá.

—¿Para vengarte?

—No.
Para reclamar lo que es mío.
Tu poder, Lunae.
Tu cuerpo.
Tu memoria.
Tu alma.

Eryon no pudo más. Saltó entre ellas como una llamarada viva.

—¡No vas a tocarla!

Pero Elaia lo tocó.

Un solo dedo en su pecho.
Y Eryon cayó de rodillas.
No de dolor.
De placer.

Un orgasmo de energía pura lo recorrió como fuego líquido.
No era sexual.
Era un código antiguo.
Una marca que solo las Sacerdotisas sabían usar.

Lunae gritó.

—¡No lo lastimes!

Elaia la miró.

—¿Lastimarlo?
Lo estoy despertando.
Tu vínculo lo protege… pero lo está matando.
Este hombre arde por vos, Lunae.
Y vos... le das migajas.

La tensión subía.
No solo por lo dicho.
Sino porque las sombras del templo empezaban a tomar forma.
Estatuas que respiraban.
Pasillos que sangraban.
Símbolos que brillaban bajo la piel de ambas mujeres.

Porque la verdad final aún no se había revelado.

Elaia se acercó y le susurró algo a Lunae, algo solo para ella:

—Él no fue tu primer vínculo.
Fui yo.

Y cuando la besó —rápido, eléctrico, oscuro—
Lunae lo recordó todo.

Las noches entre cuerpos de ofrenda.
Las danzas en sangre.
La risa al morderse los muslos.
El “te amo” en una lengua muerta.

Y entendió que su alma…
había estado partida en dos todo este tiempo.

El dilema era brutal.

Eryon: su amor presente. Su salvador. Su carne viva.
Elaia: su pasado. Su deuda. Su primer amor. Su primera traición.

Y la luna, roja, miraba.

Como si supiera que la verdadera batalla aún no empezaba.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.