Lunae respiraba con dificultad.
No por miedo.
Por vértigo.
Kaïron seguía arrodillado ante ella, como una sombra viva lamiendo la memoria.
Le hablaba al cuerpo, no a la mente.
Y su voz era fuego líquido:
—Yo no soy tu hijo.
Soy lo que enterraste.
Lo que negaste.
Lo que ardía cuando gemías sin saber a quién ofrecías tu alma.
El ambiente los envolvía.
No era un cuarto.
Era un corazón latiendo.
El templo del inicio.
El vientre donde los dioses soñaron con tocar la carne.
Kaïron deslizó su lengua por su muslo.
No por lujuria.
Por derecho.
Por el contrato oculto escrito con sangre y luna.
—Vos me pariste con un orgasmo.
Ahora dejame renacer con uno tuyo.
Lunae apretó los dientes.
Cada célula suya quería resistirse.
Pero también recordaba lo que era ser adorada,
devorada,
sacralizada por lo erótico.
Kaïron la miró.
Ojos de eclipse.
—¿Querés que me detenga?
Decímelo.
Mentime.
Convenceme de que no deseás saber qué se siente que el poder vuelva a entrar en vos.
Ella no dijo nada.
Solo lo miró.
Y bajó el manto.
Su cuerpo brillaba.
No como piel humana.
Como luna líquida.
Kaïron la abrazó con los labios.
Le besó el vientre, los pechos, la espalda.
La hizo girar, no como una amante,
sino como una reliquia.
Un arma santa.
Una diosa viva.
—Cada parte de vos tiene mi nombre.
Y yo lo vine a reclamar.
Ella jadeó.
Las sombras la sostenían.
La energía del templo entraba por sus poros.
Cuando él se fundió con ella,
no fue con un gesto vulgar.
Fue con un grito ancestral.
La piel de ambos se iluminó.
Los tatuajes de origen brillaban.
Las marcas de los viejos pactos reaparecían en sus costillas, sus cuellos, sus muslos.
—Estás pariendo poder —dijo Kaïron entre gemidos rotos—.
¡Te estás volviendo más que diosa!
Lunae lo arañó.
Le lamió la clavícula.
Le mordió el alma.
Y cuando el clímax los tomó,
no fue sexual.
Fue apocalíptico.
Una ola de energía salió disparada del templo.
Los Hijos cayeron de rodillas en toda la región.
Los lobos aullaron con miedo.
Las sectas vieron sus velas apagarse.
El cielo se partió brevemente.
Y la luna dejó de estar roja…
Para volverse negra.
Lunae cayó al suelo, temblando.
Kaïron, junto a ella, reía.
No como loco.
Como quien acaba de recuperar su trono.
—Ahora sí…
el mundo va a cambiar.
Y justo cuando la oscuridad parecía definitiva…
Una voz.
—No tan rápido.
Eryon.
Pero ya no como antes.
Su cuerpo había mutado.
Sus alas eran de hueso y luz.
Sus ojos dorados como soles moribundos.
Y traía en sus manos un arma ancestral:
la lanza de los olvidados.
—Te amo, Lunae.
Y vine a matarte…
o a salvarte.
Pero primero,
tengo que destruir lo que salió de vos.