La lanza de Eryon brillaba como un rayo atrapado en piedra.
Su cuerpo ardía de celos, de furia, de amor…
de traición.
Porque sabía.
Porque lo había sentido todo.
Porque el vínculo no mentía.
—Lunae… —su voz era un río a punto de quebrarse—
lo hiciste.
Lo dejaste entrar.
Ella estaba de pie.
Sin ropa.
Sin vergüenza.
Pero con culpa.
Sus ojos lloraban, no por debilidad.
Por exceso.
Porque ya no sabía cómo sostener tanto poder, tanta contradicción, tanto fuego cruzado en su pecho.
Kaïron sonreía detrás de ella, aún desnudo, aún lleno de sombra.
—Si la vas a matar, hacelo rápido, lobo.
Pero sabé esto:
ya es mía.
Eryon dio un paso.
La lanza brilló más.
Pero Lunae alzó las manos.
Y la luna negra tembló.
—¡No!
¡Escuchame!
Ambos están ciegos.
Vos por amor…
Él por origen.
Y yo…
yo estoy en el centro, sangrando por los dos.
Eryon bajó apenas el arma.
—¿Por qué, Lunae?
¿Por qué él?
—No fue amor.
Fue destino…
y fue locura.
Fue una parte de mí que nunca supe que existía.
Una grieta.
Una herida antigua.
Kaïron se adelantó.
Su cuerpo emanaba vapor oscuro.
—Ella eligió.
Y te superé, lobo.
Porque vos la amás con alma.
Yo la quemé con raíz.
Eryon rugió.
—¡Cerrá la boca, engendro de sombra!
La lanza se encendió.
Pero Lunae se interpuso.
Y aquí, Raquel, viene la escena más intensa de todas:
Ella se arrodilla entre ambos.
Se cubre el vientre con la mano derecha,
el corazón con la izquierda.
Y sus palabras son cuchillas envueltas en seda:
—¡No se maten por mí!
¡Yo soy la que debe arder!
Yo soy la que permitió.
La que abrió.
La que engendró este caos.
Mira a Kaïron:
—Vos sos mi oscuridad.
La parte que negué.
La tentación del poder, del deseo sin cadenas.
Y sí…
te abracé.
Mira a Eryon:
—Y vos… sos mi luz.
Mi vínculo más puro.
Mi fe en que el amor también puede ser animal.
También puede ser sangre… sin dolor.
Y entonces susurra lo impensable:
—Pero ya no puedo ser de ninguno.
Porque estoy llena de los dos.
Kaïron da un paso atrás.
Eryon suelta la lanza.
Y Lunae comienza a brillar.
No con luz,
sino con verdad.
Su cuerpo levita.
Los tatuajes místicos se expanden.
Su vientre… tiembla.
Porque algo se está gestando.
No es hijo.
No es muerte.
Es…
un equilibrio.
La mezcla.
Y sus últimas palabras antes del desmayo son:
—Si quieren pelear, háganlo.
Pero el verdadero enemigo no soy yo.
Ni Kaïron.
Ni Eryon.
Es el dios que viene…
el que aún no ha despertado.
Oscuridad.
Silencio.
Y un murmullo al fondo, en una lengua olvidada:
> "Zahal’teron... se acerca..."