Lunae flotaba, inconsciente.
Su cuerpo apenas respiraba,
pero la energía que emanaba era tan intensa
que las piedras del templo comenzaron a sangrar vapor.
Eryon sostenía su cuerpo entre brazos.
Kaïron observaba, pero ya no sonreía.
Por primera vez, el hijo bastardo del deseo tenía… miedo.
—No puede ser... —murmuró—.
Lo sellaron. Pensé que…
Pensé que lo había soñado.
Elaia reapareció entre sombras.
Sus ojos dorados apagados por la verdad que sentía en la carne.
—No lo soñaste, Kaïron.
El dios que parió a tu padre… está despertando.
Zahal’teron… está despertando en ella.
El aire cambió.
Las hojas de los árboles se desintegraron.
Los lobos alados se desplomaron.
Los Hijos de Nalah comenzaron a hablar en lenguas muertas.
Y en el cielo, una nueva grieta…
no en la luna…
sino en el propio cielo.
Kaïron cayó de rodillas.
—Él es el inicio del ciclo.
La oscuridad antes del tiempo.
El hambre sin nombre.
El dios que hizo a los otros dioses… solo para después devorarlos.
Eryon lo miró, más furia que forma:
—¿Y por qué está dentro de ella?
Elaia respondió:
—Porque cuando Lunae se unió a Nim-Rhazel,
tocó una fibra antigua.
Cuando gestó a Kaïron, lo hizo con fuego robado.
Pero ahora…
al mezclarse con ambos polos —amor y sombra—
ha abierto el portal perfecto.
Ella es el umbral.
En ese instante, Lunae abrió los ojos.
No eran suyos.
Ni lunares, ni celestes, ni humanos.
Eran negros.
No como la noche.
Negros como el vacío que está debajo de la noche.
Y su voz cambió.
Ya no era voz.
Era un sonido seco, quebrado, como hueso al partirse.
—Zahal’teron… quiere salir.
El suelo se partió en anillos.
Desde lo profundo emergieron lenguas de piedra vivas.
Los árboles se curvaron hacia atrás.
Y el cielo… comenzó a olvidarse de ser azul.
Kaïron se puso de pie, temblando.
—No.
No lo voy a permitir.
¡Aunque tenga que destruirla!
Eryon extendió las alas.
—Ni vos, ni yo, podemos tocarla ahora.
Está entre mundos.
Si la matamos, lo liberamos.
Elaia se acercó a ambos.
—Entonces hay que hacer lo impensable…
Silencio.
Eryon frunció el ceño.
—¿Qué?
Elaia miró a Kaïron…
y luego a Eryon.
—Ustedes dos.
Amor y sombra.
Luz y abismo.
Tienen que unirse.
—¿Unirnos? —espetó Kaïron con asco.
—Unir energía.
No carne —dijo Elaia—.
Un ritual de fusión momentánea.
La única fuerza que puede equilibrar lo que se está formando en ella…
…es la que viene de lo que ella más ama
y de lo que más teme.
Eryon apretó los puños.
—¿Y si fallamos?
Elaia los miró con frialdad.
—Si fallan, Zahal’teron tomará su cuerpo.
Y entonces… el mundo no arderá.
Se vaciará.
Como un libro sin palabras.
Kaïron y Eryon se miraron.
Puro veneno.
Puro fuego.
Pero algo en la respiración de Lunae —esa vibración quebrada—
los unió por primera vez.
Y Kaïron dijo:
—Por ella… lo intento.
Eryon, más lobo que hombre, asintió.
—Por lo que aún queda de ella.
Elaia dibujó un símbolo en el aire.
Uno que sangraba al trazarlo.
Y así comenzó el ritual.
En el centro del templo,
Lunae flotaba como un puente entre mundos.
Con los ojos cerrados.
Pero dentro de sí…
Ella ya estaba frente a Zahal’teron.
Y no era humano.
Ni dios.
Era el olvido con forma.
Y habló.
No con voz.
Con hambre.
—"Te comiste a todos.
A tus amantes.
A tu hijo.
A vos misma.
Ahora me toca a mí."*
Lunae tembló.
Pero no huyó.
Porque dentro del olvido…
iba a encontrar el fuego.