AdiÓs A La Luna

Donde el placer se vuelve pacto

El templo, aún en ruinas, parecía respirar.
Las piedras seguían calientes.
El aire tenía ese aroma espeso a tierra mojada y cuerpo saciado.

Elaia los dejó solos.
Sabía lo que iba a pasar.
Lo que tenía que pasar.

Lunae se sentó en el altar roto.
Sus piernas desnudas colgaban.
El cabello le caía como una cascada salvaje sobre los hombros.
Ya no tenía pudor.
Ya no tenía miedo.

Solo tenía… hambre.

Eryon y Kaïron se miraban como bestias heridas.
Pero también… como rivales que sobrevivieron a algo más grande que el odio.

—No tenemos por qué matarnos —dijo Lunae, mirándolos—.
Ya lo hicimos todo.
Lo peor.
Lo más hermoso.
Lo más oscuro.

Silencio.

Y entonces…
sonrió.

—Ahora hagamos lo único que nadie espera:
vivir esto.
Aceptarlo.
Gozarlo.

Kaïron fue el primero en moverse.
Se arrodilló entre sus piernas.
La miró con devoción…
y culpa.

—Nunca supe si podía amarte sin destruirte —susurró.

Lunae le acarició el rostro, su pulgar trazando la marca oscura de su frente.

—Entonces no ames para poseer.
Amá para arder conmigo.

Eryon se acercó detrás de ella.
Sus manos firmes la tomaron por la cintura.
El lobo alado, la tormenta dorada,
ese hombre que la había amado incluso en la locura…
ahora susurraba como quien reza.

—¿Esto no nos va a romper?

Lunae inclinó la cabeza hacia atrás.
Rozó sus labios.

—Ya estamos rotos, amor.
Pero de las grietas…
sale lo que brilla.

La tregua no se firmó.
Se lamió.
Se mordió.
Se empujó.

Cuerpos entrelazados.
No como triángulo…
como eclipse.

Kaïron la besó en el pecho.
Eryon le susurró en el oído.
Lunae se arqueó como una constelación.
Y por un instante, el universo los contuvo.

Los tres.

Deseándose sin culpa.
Quemándose sin castigo.
Entregándose al hecho de que eran uno.

No hubo palabras.
Hubo rugidos, jadeos, suspiros.

Eryon entró en ella por la espalda.
Kaïron la lamía por delante, con una dulzura casi sacrílega.
Lunae se abrió como ofrenda…
y también como sacerdotisa.

Porque eso era.
La que da.
La que recibe.
La que sostiene el mundo en su centro.

Cuando el clímax llegó, no hubo grito.
Hubo… luz.
Una oleada de energía que empujó el templo hacia el cielo,
que sacudió los montes,
que hizo llorar a los lobos…
y al mismo tiempo, sembró silencio.

Después, exhaustos, se recostaron los tres.
Piel con piel.
Cuerpo sobre cuerpo.
Latiendo.

Lunae en el medio.
Eryon a la izquierda.
Kaïron a la derecha.
Y sobre sus vientres…
una señal brillante.
Un símbolo nuevo.
Un pacto eterno.

Y ella, entre sueños, murmuró:

—Esto no es el final.

Kaïron, con la voz ronca, respondió:

—Ni el comienzo.

Eryon, acariciando su pelo, dijo:

—Es… lo que el mundo jamás va a entender.




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