El templo no fue reconstruido.
Se dejó así, roto.
Como un animal que sana con las costras a la vista.
Y allí, entre columnas agrietadas y raíces que se metían por los techos abiertos,
vivían.
No como prisioneros.
No como dioses.
Como tribu.
Lunae despertó con el sol acariciándole el costado desnudo.
Tenía una sábana de piel sobre las piernas,
una trenza deshecha,
y un susurro de paz en los músculos.
Kaïron dormía en el suelo,
medio cubierto de sombras vivas que ronroneaban con él.
Eryon, sentado cerca,
tomaba mate como si lo hubiese hecho toda su vida.
—No sabía que te gustaba amargo —murmuró Lunae, estirándose como loba recién nacida.
Él sonrió sin mirarla.
—Amargo, pero fuerte. Como vos.
Ella caminó descalza hasta él.
Se sentó en su regazo.
No hablaron más.
Sólo el sonido de la bombilla,
el crujido de las ramas afuera,
y el latido suave de algo que aún estaba creciendo dentro de ella.
Porque sí, Raquel…
el hijo seguía allí.
O hija.
O criatura nueva.
Algo que el mundo aún no tenía nombre para nombrar.
Kaïron se acercó después.
Con el torso desnudo, el cabello mojado,
y una manzana silvestre entre los dientes.
—Soñé con sangre —dijo—. Pero no era mía.
Era del cielo.
—¿Una señal? —preguntó Eryon.
—No.
Una advertencia.
Lunae los miró a ambos.
Tan distintos.
Tan suyos.
Y por un instante, sonrió con ternura.
—Tal vez sea solo eso. Un sueño.
Y nadie le discutió.
Porque, por ahora…
la calma era real.
Los días pasaron lentos.
Las estrellas parecían más cercanas.
Los lobos alados aullaban sin miedo.
Y las tribus se acercaban al templo no para adorar,
sino para escuchar.
Elaia enseñaba.
Lunae bendecía.
Kaïron patrullaba los límites con una sombra de alas negras a sus espaldas.
Eryon reparaba armas… y corazones.
Una noche, se reunieron junto al fuego.
Lunae bailó descalza sobre tierra húmeda.
El cabello suelto.
El vientre ya marcado por una vida que pulsaba como un tambor sagrado.
Y los que la veían no la llamaban diosa.
La llamaban madre del vínculo.
La grieta que salvó.
La luna que no huyó.
Y en la oscuridad, Zahal’teron
observaba desde lejos.
No con odio.
Con espera.
Porque él sabía que la calma no dura.
Que toda tregua es un pacto con el tiempo.
Y que esa criatura que Lunae lleva en su vientre…
puede ser su final, o su resurrección.