El silencio era tan espeso que podía cortarse con un cuchillo.
Las antorchas temblaban.
Los lobos alados gruñían en la penumbra, tensos.
Las tribus formaban un muro de carne y acero frente a la escalinata del templo.
Y Aélion… caminaba hacia ellos.
Descalzo.
Sonriendo.
Con el corazón palpitante de alguien —o algo— en la mano.
—No saben cuánto extrañé este lugar —dijo con voz suave.
—No saben cuánto extrañé verte, Lunae.
Ella dio un paso al frente.
Su vientre brillaba con la marca viva del vínculo.
Las runas sobre su piel ardían.
No retrocedería.
No temblaría.
—No sos bienvenido aquí, Aélion.
Él inclinó la cabeza.
—Y sin embargo, aquí estoy.
Como siempre.
Como antes.
Kaïron se adelantó con su lanza de sombra.
—Un paso más y te corto la lengua.
Eryon desplegó sus alas de fuego.
—Y yo me quedo con tu cabeza.
Aélion sonrió.
—¿No ves lo hermosos que son tus guardias, Lunae?
Mirá cómo tiemblan por vos…
cómo se aferran a algo que tarde o temprano van a perder.
Su mirada bajó a su vientre.
—Todo se pierde.
Todo… vuelve a mí.
Elaia alzó la voz desde la retaguardia.
—¡Ataquen!
Y el bosque se rompió en rugidos.
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El primer choque
Los lobos alados se lanzaron en masa, con sus alas negras cortando el aire.
Aélion levantó una mano…
y el suelo se abrió bajo ellos.
De las grietas surgieron sombras antiguas.
Criaturas sin forma, como bocas infinitas, que engullían todo lo que tocaban.
Kaïron saltó hacia adelante, su lanza atravesando una de esas bocas,
pero cada sombra muerta se convertía en dos más.
—¡Son infinitas! —rugió.
—¡No! —gritó Lunae—.
¡Son fragmentos de él!
Si lo destruimos, ellas desaparecen!
Eryon embistió con sus alas encendidas,
abriendo un corredor de fuego hasta Aélion.
Lunae corrió tras él, las runas de su vientre brillando más que nunca.
Pero Aélion ya estaba en medio del templo.
Como si hubiera caminado siglos en un segundo.
La tomó del rostro.
Frío.
Perfecto.
—No tenés que luchar contra mí, amor —susurró—.
Esto que llevás es nuestro.
Dejalo nacer…
y el mundo será tuyo.
Lunae tembló.
No por miedo.
Por rabia.
—El mundo ya es mío.
Porque lo elegí.
Y con un rugido, desató el poder de su vínculo.
Una ola de energía blanca,
una tempestad de luna y sangre
que partió a las sombras en pedazos
y empujó a Aélion varios metros hacia atrás.
—¡Ahora! —gritó.
Kaïron apareció como una sombra viva a su izquierda,
Eryon como una llamarada a su derecha.
Ambos atacaron a la vez.
Aélion detuvo la lanza de Kaïron con su mano desnuda.
Atravesó el fuego de Eryon como si fuera aire.
Y los arrojó a los dos contra las columnas del templo.
—Son fuertes —dijo, casi divertido—.
Pero están luchando por la causa equivocada.
Lunae se plantó frente a él.
—Esta causa es mi vida.
Aélion la miró con algo que parecía… tristeza.
—Entonces te voy a tener que romper.
Como la primera vez.
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El corazón del enfrentamiento
El templo ardía.
Las tribus peleaban contra las sombras.
Los lobos alados caían y se levantaban.
Elaia invocaba runas prohibidas que hacían sangrar el cielo.
Y en el centro,
Lunae y Aélion giraban como dos planetas en colisión.
Cada golpe de ella era luna y vida.
Cada caricia letal de él era sombra y vacío.
Kaïron y Eryon volvieron a unirse.
No había espacio para el odio.
Eran uno en ese momento.
Un mismo filo.
—¡Llévalo hacia el altar! —gritó Eryon.
—¡Si lo inmovilizamos ahí, podemos sellarlo! —rugió Kaïron.
Pero Aélion sabía.
Se movía con una gracia antigua, esquivando cada intento.
Y cuando la luna se ocultó por completo,
sus ojos se volvieron negros como el olvido.
—Se acabó el juego —dijo.
Y levantó el corazón que había traído desde el bosque.
No era de un animal.
Ni de un enemigo.
Era el corazón de uno de los dioses menores que lo habían sellado siglos atrás.
Y al destrozarlo en su puño…
el templo tembló.
Un portal comenzó a abrirse bajo sus pies.
Un agujero que no llevaba a ningún lado…
porque era el fin.
Lunae gritó.
—¡No!
Y el fuego del vínculo se desató de nuevo.