El fuego en la cámara alta se había apagado hacía horas.
El silencio era tan denso que hasta los lobos alados se mantenían inquietos,
olfateando algo invisible.
Kaïron cerró la puerta tras ellos y bloqueó la entrada con runas que chisporrotearon apenas.
Eryon, de pie junto a Lunae, parecía contenerse para no tocarla.
Ella estaba pálida, los ojos demasiado brillantes.
—No podemos hacer esto aquí —dijo Kaïron en voz baja—.
Si es lo que pensamos… el eco del Antiguo nos va a delatar.
—No me importa —susurró Lunae—.
Necesito saber qué es lo que late dentro de mí.
Ahora.
El ritual era simple en apariencia,
pero requería algo que solo ellos podían darle: su energía vital.
Eryon fue el primero en acercarse.
Le tomó la mano, llevándosela a los labios.
—Si en algún momento te duele… lo detengo.
Aunque me mates después.
Ella sonrió con apenas un hilo de voz.
—Vos nunca te detendrías, Eryon.
No cuando es por mí.
Kaïron se arrodilló frente a ella.
Sus dedos dibujaron símbolos antiguos sobre su vientre desnudo.
Cada trazo ardía, y ese calor le arrancaba pequeños jadeos.
—Esto no es magia de sombras —dijo él—.
Es más viejo.
Más… vivo.
Cuando los tres se tocaron al mismo tiempo,
la habitación se oscureció.
No por falta de luz,
sino porque algo la absorbió.
Lunae sintió la respiración de ambos en su piel.
Kaïron en su abdomen,
Eryon en su cuello.
Sus manos viajaban como si no pudieran decidir si la estaban sosteniendo…
o reclamando.
La voz dentro de ella despertó.
—Tres llamas… un solo altar…
De pronto, la magia se volvió hambre.
Kaïron apretó la frente contra su vientre,
mientras Eryon la inclinaba hacia atrás,
respirando su aire como si fuera lo único que lo mantenía vivo.
El calor subía,
pero no era solo deseo humano.
Era la fuerza antigua queriendo abrirse paso.
—Lunae… —susurró Kaïron—
Si la dejamos salir, no podremos volver atrás.
Ella lo miró con los labios entreabiertos, el pulso descontrolado.
—Tal vez… nunca hubo un atrás.
La voz creció.
La sintieron todos.
No era un idioma que conocieran,
pero lo entendieron como si fuera su propia sangre hablando:
—Ofrezcan su fuego.
Los tres.
Y el Antiguo recordará su nombre.
Eryon, con la frente pegada a la suya, buscó sus ojos.
—¿Querés seguir?
Porque si lo hacemos…
me vas a pertenecer.
A los dos.
Lunae tragó saliva.
Sonrió.
—Hace tiempo que ya es así.
La explosión de magia fue como un latido colectivo.
Una luz dorada surgió desde su vientre,
recorriendo sus cuerpos unidos.
Y entonces lo vieron.
No con los ojos… sino en su mente:
una figura colosal,
antigua como el primer amanecer,
que los observaba con una sonrisa que no era humana.
—Lunae…
La voz del Dios Antiguo era suave.
Demasiado suave.
—He esperado mucho para que me abras la puerta.
Y, sin poder evitarlo,
Lunae sintió que esa puerta ya estaba abierta.