AdiÓs A La Luna

La Marca del Dios Antiguo

El aire se volvió espeso, casi líquido. El templo en ruinas estaba iluminado por un resplandor imposible, una luz que no venía de antorchas ni del cielo, sino de algo más profundo, más antiguo que el tiempo.
Lunae permanecía de pie, con la respiración agitada, mientras las sombras a su alrededor parecían moverse como si tuvieran voluntad propia.

Entonces, lo sintió.
No un toque, sino una presión invisible, caliente y helada a la vez, deslizándose por su piel como si un dedo invisible dibujara líneas secretas.

—Eres mía —susurró una voz que no estaba en el aire, sino dentro de su cabeza y su pecho al mismo tiempo—. Siempre lo fuiste.

Ella quiso retroceder, pero sus pies no respondieron. El Dios Antiguo se manifestaba frente a ella con una forma cambiante, mitad hombre, mitad sombra, con ojos que parecían encerrar tormentas. Su mirada la desnudaba más que cualquier mano.

Él levantó una mano y, sin tocarla, la obligó a inclinar la cabeza, exponiendo su cuello. Un hilo de energía ardiente bajó por su piel, recorriéndole el hombro hasta la clavícula, como una caricia peligrosa.

Un jadeo escapó de sus labios. No era dolor… no del todo. Era algo peor: placer mezclado con una sensación de pertenencia que la aterraba.
La energía se concentró en un punto, justo sobre el corazón.
Ahí, la quemó.

Lunae cerró los ojos, sintiendo cómo algo se grababa en ella, no con tinta ni fuego, sino con pura esencia oscura. Una marca que no se vería… excepto en ciertos momentos.

Él lo sabía. Ella lo sabía.

—Esta marca dormirá —dijo él, acercándose hasta que su aliento frío y cálido la envolvió—. Nadie podrá verla… salvo cuando me llames… o cuando el deseo te traicione.

Ella tragó saliva. Su cuerpo temblaba, pero no de miedo.
La sombra se desvaneció, dejando a Lunae sola en el templo, con el pecho ardiendo y una sensación inquietante: algo suyo ya no le pertenecía.




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