El aire se volvió denso.
El calor de su cuerpo contra el de Lunae ya era suficiente para hacerle perder el control, pero entonces… la marca ardió. No como antes, no como un latido. Era fuego puro bajo la piel, un fuego que no provenía de ella ni de él.
Una voz, profunda y vibrante, resonó en su mente y en el espacio.
—Mi reclamación… interrumpida.
La luz de la vela titiló y se apagó. La oscuridad se llenó de un aroma a tierra antigua y metal. Y ahí estaba: una silueta formada de sombra líquida, alta, imponente… con ojos que no eran ojos, sino pozos de luz dorada.
Él, el Dios Antiguo.
No como estatua, ni como recuerdo, sino aquí.
Lunae quedó atrapada entre dos presencias: el hombre que la sujetaba y el dios que la había marcado. Sus respiraciones se confundían. Sentía unas manos mortales en su cintura… y otras, frías como el mármol y cálidas como el pecado, rozándole la espalda, como si pudieran coexistir en el mismo instante.
—¿Qué… haces aquí? —murmuró, aunque su voz era un suspiro.
—Vine a recordarles que esta unión… me pertenece —dijo el dios, pero no se apartó. En cambio, se inclinó, su aliento extraño recorriendo la curva de su cuello.
El hombre no retrocedió. Sus manos la aferraron con más fuerza, su cuerpo presionando el de ella, retando a la presencia que lo duplicaba.
—Entonces míranos —le dijo con rabia—. Míranos mientras la hago mía.
El dios sonrió, si es que aquello podía llamarse sonrisa. Y lo hizo. No como un espectador, sino como un intruso en la corriente de sensaciones: su sombra se deslizó por la piel de Lunae, tocando donde las manos mortales no llegaban, encendiendo cada nervio hasta que no supo distinguir de quién era el contacto.
Era deseo…
Era peligro…
Y era un pacto implícito: lo que esa noche sucediera, quedaría grabado no solo en sus cuerpos, sino en el dominio del dios que los enlazaba.