La noche había traído una extraña calma.
La primera en días.
Kaïron dormía recostado contra la pared, la espada apoyada sobre su regazo.
Eryon vigilaba desde la ventana, sin hablar, como una sombra ardiente.
Y Lunae, por primera vez, se permitió cerrar los ojos.
Pero no soñó.
Sintió.
Manos.
Túnicas.
Susurros.
—Bendita sea la carne marcada.
Bendita sea la madre del abismo.
Despertó sobresaltada.
Pero no en la cama.
En brazos ajenos.
Un grupo de encapuchados la sostenía, envuelta en una tela negra que la adormecía, con una venda sobre los ojos y los tobillos atados.
Pero no estaba débil.
Estaba furiosa.
Intentó gritar, pero una de las figuras la besó.
No con pasión, sino con devoción enferma.
—Te salvaremos del falso dios.
Te daremos el lugar que merecés… en nuestro altar.
En otra parte del refugio,
Kaïron se despertó de golpe.
La marca.
La marca de Lunae latía dentro de él también, como una alarma.
Su rugido sacudió las paredes.
—¡LUNAE!
Eryon ya no estaba en la ventana.
Una llama atravesó la puerta a pura fuerza, incinerando la entrada.
—¡La están llevando por los túneles! —gritó—. ¡Vivos! ¡Malditos! ¡La están tocando!
En el túnel, Lunae se revolvió como una fiera.
La marca ardió.
El dios despertó con ella.
Y los encapuchados comenzaron a gritar.
Algunos murieron sin razón aparente.
Otros se derritieron como si sus cuerpos no fueran capaces de tocar lo divino.
Uno, el más joven, cayó de rodillas.
Lloraba.
Pero sonreía.
—Gracias… gracias por dejarme morir cerca de vos… madre del fuego…
Cuando Kaïron y Eryon la alcanzaron, el pasillo era un caos.
Cuerpos por todas partes.
Sangre en los muros.
Y en el centro, Lunae estaba de pie, desnuda, iluminada por un aura dorada y negra que no era de este mundo.
Sus ojos no eran del todo suyos.
Brillaban con dos colores distintos.
Y su vientre… vibraba como si algo desde dentro estuviera queriendo salir.
Kaïron se acercó con cuidado.
—Lunae… ¿estás bien?
Ella lo miró.
Pero no habló.
Eryon, desde el otro lado, la observó en silencio.
Su voz fue un susurro cargado de deseo reprimido.
—Dioses…
estás hermosa así.
Brutal.
Intocable.
Tuya y de nadie más.
Ella parpadeó.
El aura se desvaneció.
Y cayó de rodillas.
Ambos corrieron a sostenerla.
Ella temblaba, pero no por miedo.
Sino porque había sentido algo que la aterraba:
Le gustó.
La adoración.
El poder.
El beso del sectario.
La sangre.
La entrega.
Y aún más inquietante…
había escuchado al dios decirle:
> —Si quieres más… solo tenés que llamarme.
Pero no lo hizo.
No esa noche.
Solo se dejó abrazar por ellos.
Envuelta en la mezcla de sus brazos, su aliento, su caos.
La luna no brillaba.
La marca latía.
Y en las profundidades del mundo…
otra secta más, la más silenciosa,
acaba de decidir que la quiere viva.
No para matarla.
No para adorarla.
Sino para ofrecerle un trono.