El mundo se dobló sobre sí mismo.
El aire perdió forma.
El tiempo, obediente, se detuvo un instante.
El fuego negro de Asher se extendía como una sombra viva, reptando entre las grietas del suelo, lamiendo el aire, devorando la luz. El dorado de Kaïron, en cambio, era fuego de alma, nacido del sacrificio de los guardianes lunares; una llama que no quemaba carne, sino destino.
Lunae quedó entre ambos, con la piel resplandeciendo de un brillo plateado imposible.
Sus ojos, antes humanos, ahora eran dos lunas que contenían océanos de memoria.
Los tres poderes se empujaron…
Y de pronto, el rugido.
Un sonido antiguo, como si la tierra recordara haber sido herida.
El fuego negro estalló hacia el cielo.
Formó un símbolo —un espiral con tres vértices—, y de él cayeron cenizas oscuras.
Pero esas cenizas no eran muertas.
Eran nombres.
Voces.
> —Seraphis… Kaïron… Asher…
Los tres vuelven a jugar con la creación.
Una grieta se abrió bajo sus pies.
Lunae cayó de rodillas, jadeando, la marca en su piel latiendo como una herida abierta.
Kaïron corrió hacia ella, intentando alcanzarla, pero el fuego negro lo detuvo con una pared viva que lo empujó hacia atrás.
Asher avanzó, con la mirada ardiendo.
—Ya no sos solo Lunae —dijo—.
Sos lo que fuiste, lo que yo amé y lo que el cielo teme.
Ella lo miró sin moverse.
—¿Y vos, Asher? ¿Sos lo que fuiste o lo que me destruyó?
El fuego negro alrededor de él vaciló.
Por un segundo, el monstruo fue hombre.
Por un segundo, el enemigo fue amante.
Pero el suelo rugió nuevamente.
Desde la grieta, algo salió.
No era humo.
No era sombra.
Era presencia.
Un cuerpo formado por miles de voces,
una masa translúcida que se contorsionaba como si respirara dentro del mundo.
De su forma se desprendían rostros —antiguos, divinos, rotos—
y un murmullo se alzó:
> —El sello se quebró.
El linaje de la Luna ha vuelto.
Y con él, la deuda.
Kaïron alzó su espada.
Eryon llegó tarde, jadeante, con los ojos llenos de terror.
—¡Son ellos! —gritó—.
Las sectas no mentían. Los antiguos no murieron, solo esperaban la marca.
Lunae se levantó, tambaleante.
El fuego negro la rodeó, pero esta vez no la consumió.
La reconoció.
En su espalda, la marca ardió con una intensidad tal que rompió su camisa.
Era un símbolo doble: luna y serpiente, entrelazadas.
La voz de Asher se quebró al verla.
—Ese sello… lo dibujé yo, cuando los dioses eran jóvenes.
—Y me condenaste con él —le respondió ella, firme—.
Ahora lo reclamaré.
Levantó las manos, y del fuego negro brotó una nueva forma de energía: plata líquida.
La luz se mezcló con la sombra, creando un destello que iluminó toda la montaña.
Los antiguos rugieron dentro de la grieta.
El fuego dorado y el negro se unieron, solo por un segundo,
y la tierra entera pareció latir al ritmo del corazón de Lunae.
Asher cayó de rodillas.
Kaïron sangraba.
Y ella…
ella se elevó unos centímetros sobre el suelo,
los cabellos flotando, los ojos ardiendo con lágrimas y poder.
> —Si el linaje vuelve…
será bajo mis reglas.
El fuego negro obedeció.
La grieta se cerró con un rugido,
y el silencio posterior fue tan profundo que hasta la luna pareció contener el aliento.
Horas después, la calma era un espejismo.
Eryon curaba a Kaïron, que seguía inconsciente.
Asher permanecía de pie, observando a Lunae desde la distancia,
como si cada respiración suya le recordara todo lo perdido.
Ella se apartó de todos.
El amanecer finalmente había llegado.
Pero no había color en el cielo,
solo un gris espeso que anunciaba tormenta.
Y en su mente, una voz resonó por última vez:
> “Seraphis… lo que fuiste no murió.
El fuego negro solo duerme dentro de vos.
Cuando la luna sea nueva, volveremos a respirar.”
Lunae levantó la vista hacia el horizonte.
El reflejo de la marca brilló apenas en su clavícula.
Era hermosa.
Y terrible.
Sabía que la próxima luna nueva no traería paz.
Traería recuerdo.
Y sangre.