La montaña no volvió a dormir.
Desde que la grieta se cerró, la tierra vibraba como si respirara en secreto.
Lunae sentía ese pulso en su interior.
Era el mismo ritmo que ahora movía su sangre.
El fuego negro había dejado de ser enemigo:
se había convertido en parte de ella.
Sin embargo, cada vez que lo invocaba,
el aire se oscurecía demasiado,
y el eco del dios antiguo susurraba cosas
que no sabía si eran recuerdos o advertencias.
Kaïron aún se recuperaba.
Eryon, silencioso, la observaba entrenar,
mientras las brasas flotaban a su alrededor como luciérnagas de otra era.
—Estás perdiendo el control —le dijo, cruzando los brazos.
—No lo tengo para perderlo —respondió Lunae, sin dejar de concentrarse—.
Solo estoy aprendiendo a sobrevivir a mí misma.
El fuego negro se arremolinó en su palma.
Por un instante, adoptó forma humana.
Un rostro.
El de Asher.
El calor la golpeó, y la imagen se disipó como humo.
Eryon dio un paso adelante.
—Si seguís invocándolo, lo vas a atraer.
—Él ya viene —susurró Lunae—.
No lo llamo… lo presiento.
A kilómetros de distancia, en el corazón de una fortaleza abandonada, un grupo de figuras encapuchadas encendía velas negras alrededor de un altar.
El suelo estaba cubierto de símbolos antiguos, idénticos a los que habían aparecido en la grieta.
Eran los Hijos del Eclipse.
Sus voces se alzaban al unísono:
> —La portadora respira.
El fuego ha elegido carne.
El eclipse traerá el renacimiento del dios.
En el centro del círculo, un sacerdote con ojos grises sostenía un fragmento de piedra que brillaba con reflejos carmesí.
—La marca se activó.
Podemos sentirla en la sangre de nuestros muertos.
Pronto sabremos dónde está.
Una sombra se deslizó detrás de él.
Era Asher.
Su presencia silenció a todos.
—No la toquen —dijo con voz baja, contenida, casi humana—.
Ella no les pertenece.
El sacerdote sonrió.
—No a ti, caído.
Pertenece al dios que la creó.
Y vos, Asher, solo sos la grieta que quedó de su furia.
Asher lo fulminó con la mirada.
Pero en su interior, sabía que parte de eso era cierto.
El fuego negro no solo lo había marcado a él.
Era la herencia de todos.
—Si la lastiman, el eclipse no llegará —susurró.
—Si la protegés, tampoco —respondió el sacerdote—.
Cualquiera de los dos caminos lleva al mismo final.
La diosa volverá… y el mundo arderá.
En la cueva, Lunae se derrumbó de rodillas.
Un dolor punzante la atravesó.
No era físico, era una llamada.
Eryon corrió hacia ella.
—¿Qué pasa?
—Alguien me invoca —jadeó—.
No con palabras… con sangre.
De su palma brotó una chispa negra.
Se elevó en el aire y formó un símbolo.
Tres círculos entrelazados.
El sello de los Hijos del Eclipse.
Kaïron, apoyado en una roca, se incorporó a duras penas.
—Entonces ya saben quién sos.
—No solo eso —dijo Lunae, con la voz quebrada—.
Saben cuándo van a venir.
Eryon empuñó su espada.
—¿Cuándo?
Lunae levantó la vista hacia el cielo.
La luna aún no era visible.
Pero el aire ya olía a hierro y ceniza.
—Cuando la luna sea nueva…
el eclipse comenzará.
Esa noche, soñó con el dios antiguo.
No la tocó.
No habló.
Solo la observó desde un abismo cubierto de fuego líquido.
Y cuando ella quiso despertar,
él extendió una mano y susurró:
> —“El fuego negro no destruye… purifica.
Y todo lo que purifica, te pertenece.”
Lunae despertó con lágrimas y con la marca ardiendo otra vez.
En la distancia, los lobos aullaron hacia una luna que aún no existía.
Y ella entendió algo que no se atrevió a decir en voz alta:
el eclipse no era el fin.
Era el regreso.