La noche tenía un pulso propio.
Todo Esmeraldia parecía contener la respiración.
Lunae se mantenía de pie en el acantilado,
el cabello agitado por un viento helado que no era de este mundo.
Bajo sus pies, el océano reflejaba un cielo sin luna:
el preludio del eclipse.
Eryon y Kaïron la observaban a distancia,
sin atreverse a interrumpirla.
—Ella no duerme desde hace días —susurró Eryon.
—Ni la luna duerme antes de sangrar —respondió Kaïron, sin apartar la vista.
El guardián aún estaba débil,
pero el brillo en sus ojos volvía a ser el de un guerrero.
Había aprendido a ocultar el temblor en sus manos,
aunque Lunae lo sentía cada vez que se acercaba.
Esa noche, ella lo llamó.
—Kaïron…
Él acudió sin decir palabra.
El fuego negro que alguna vez la consumía ahora la rodeaba con suavidad, como un manto obediente.
—¿Qué ves cuando me mirás así? —preguntó ella, sin volverse.
—Veo el principio —dijo él.
—¿Y el final?
—Todavía no me atrevo a imaginarlo.
Ella giró, lenta.
Sus ojos eran espejos de tormenta.
—El fuego me habla, Kaïron.
A veces me llama por nombres que no recuerdo.
Y otras veces… me susurra cosas que deseo.
Él tragó saliva.
El silencio entre ambos era un filo.
—Si el eclipse llega, ¿vas a poder controlarlo?
—No lo sé —admitió ella—.
Pero prefiero intentarlo antes de entregarme al vacío.
Kaïron dio un paso más.
La distancia entre ellos se volvió aire eléctrico.
—Si algo sale mal —dijo él, con voz grave—.
Prometeme que no dejarás que me convierta en lo que juré destruir.
Lunae asintió.
—Solo si prometés no dejarme sola.
Él la miró, con ese tipo de mirada que dice más que las palabras.
Luego, inclinó la cabeza.
—Entonces estamos condenados juntos.
El viento cambió.
Y desde el valle, el sonido de tambores comenzó a retumbar.
Eryon corrió hasta ellos, jadeando.
—¡Los Hijos del Eclipse! ¡Vienen por el paso norte!
Son cientos… y traen consigo un emblema nuevo.
Kaïron frunció el ceño.
—¿Un emblema?
—El fuego negro con dos alas.
Dicen que es el símbolo del Renacido.
Lunae cerró los ojos un instante.
En su mente, la voz del dios antiguo se alzó como un eco lejano:
> —El fuego negro renacerá cuando el ala del hombre y la sombra de la luna se unan en un solo cuerpo.
Abrió los ojos.
—No buscan destruirme.
Buscan que el eclipse me consuma.
Horas después, el valle ardía con antorchas.
Los Hijos del Eclipse avanzaban como una marea silenciosa.
Cantaban en una lengua que hacía temblar la piedra.
Kaïron y Eryon preparaban las defensas,
mientras Lunae se mantenía en el centro del círculo,
rodeada por símbolos grabados con sangre y ceniza.
El fuego negro respondía a su respiración.
Cada exhalación encendía una runa;
cada inhalación la apagaba.
Asher apareció entre las sombras.
—Llegaron antes de lo previsto —dijo, sin mirar a nadie.
Lunae lo observó.
—Viniste igual.
—No vine por ellos —respondió él—.
Vine por vos.
Kaïron tensó la espada.
—Entonces moriremos por ella —dijo, firme.
Asher sonrió, cansado.
—Eso ya lo hicieron una vez.
¿No aprendieron nada de los dioses?
El suelo tembló.
Las primeras flechas cruzaron el aire.
Y el cielo, finalmente, se partió en dos.
Una línea carmesí se dibujó en la oscuridad,
y la luna comenzó a desvanecerse detrás de una sombra viva.
El eclipse había comenzado.
Y con él, el regreso del fuego negro.
Lunae extendió los brazos.
El poder la recorrió entera,
las runas se encendieron,
y una sola frase resonó entre todos los corazones presentes:
> —Que la luna sangrante decida a quién pertenece el mundo.
El rugido del fuego cubrió todo.
Y en medio de la batalla que se desataba,
una figura emergió del resplandor del eclipse:
una silueta envuelta en sombra líquida,
portando un símbolo idéntico al de Lunae,
pero invertido.
El Renacido había despertado.