La noche había durado demasiado.
Los relojes se negaban a avanzar.
El eclipse había dejado un sabor metálico en el aire, como si el tiempo mismo hubiera sangrado.
Lunae permanecía de pie en el centro del valle, rodeada de cuerpos y piedras partidas.
La flor de sombra y luz seguía latiendo a sus pies, respirando.
Cada pulso emitía una vibración que los vivos sentían en los huesos.
Kaïron la observaba en silencio.
Nunca la había visto así.
Ni humana, ni divina, ni demonio… sino algo entre todo eso.
Su piel aún tenía los rastros del fuego negro, pero sus ojos eran diferentes:
más antiguos, más tristes, más sabios.
—¿Dónde está Asher? —preguntó él finalmente.
Lunae no contestó.
Su mirada se perdió en el horizonte, donde el eclipse se disolvía poco a poco.
—No está —susurró—. Pero su fuego… no murió conmigo.
Eryon, que revisaba a los heridos, se acercó con el rostro cubierto de ceniza.
—No entiendo lo que pasó.
Uno de los sectarios dijo que “el Renacido” era parte de vos. ¿Eso era cierto?
Lunae lo miró.
Una ráfaga de viento levantó las cenizas a su alrededor.
—Sí. Y no.
Era mi sombra, pero también el alma del dios antiguo que me marcó.
Ambos estábamos encerrados en el mismo cuerpo… hasta que el eclipse lo liberó.
Kaïron frunció el ceño.
—Entonces, ¿el dios antiguo no murió?
—Los dioses no mueren —dijo ella con voz baja—. Solo cambian de forma.
Y algo me dice que… no soy la única que despertó durante la oscuridad.
Silencio.
El viento sopló con un gemido profundo, como si el mundo respirara por primera vez después de una larga asfixia.
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En un templo en ruinas, lejos de allí, un grupo de encapuchados se reunía.
Eran los Hijos del Abismo, una de las sectas más antiguas.
Habían servido al dios antiguo desde tiempos olvidados,
pero ahora discutían entre sí.
—Ella lo ha traicionado —decía uno, golpeando la mesa—.
Liberó al Renacido y luego lo destruyó. ¡Eso fue un sacrilegio!
—No lo destruyó —respondió otro, con voz calmada—.
Lo fusionó con su propia esencia.
Eso significa que el dios antiguo respira dentro de ella.
Y mientras viva, el linaje no se ha roto.
Un tercero, de rostro cubierto con una máscara de hueso, habló sin levantar la vista:
—Entonces, debemos encontrarla.
No para matarla… sino para que nos guíe.
El eclipse fue solo el comienzo.
Se acerca una luna nueva, y con ella, el Renacimiento.
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En el valle, Lunae comenzó a caminar.
Cada paso dejaba una marca de fuego negro que se apagaba lentamente.
Kaïron la siguió, sin entender hacia dónde iba.
—¿A dónde? —preguntó.
—A donde empezó todo —dijo ella.
—¿El templo del dios antiguo?
Lunae asintió.
—Allí encontraré a Asher… o a lo que quede de él.
Eryon quiso detenerla, pero algo en su tono lo hizo retroceder.
No era la misma Lunae que había conocido.
Había en ella una calma que daba miedo,
una serenidad que solo tienen los que cruzaron la muerte y regresaron.
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Esa noche, mientras el eclipse terminaba de disolverse,
el cielo mostró una luna nueva.
Negra.
Sin reflejo.
Sin brillo.
El fuego negro se agitó dentro de Lunae, respondiendo al llamado.
Y por un instante, su marca volvió a arder.
Sintió la voz del dios antiguo resonando en su mente:
> —Tu linaje no puede huir de mí, hija del fuego.
El que arde en tu vientre será mi heredero.
Lunae cayó de rodillas.
El viento rugió.
Kaïron corrió hacia ella,
pero una fuerza invisible lo detuvo.
Ella apretó los dientes, intentando resistir el poder que crecía dentro.
Fuego negro se escapaba de su piel como humo.
Y en el suelo, las piedras comenzaron a girar,
formando un círculo antiguo, el mismo símbolo del dios olvidado.
—¡Lunae! —gritó Kaïron—. ¡Detenelo!
—No puedo —dijo ella, llorando sangre—.
Él… está reclamando lo que es suyo.
Y en su vientre, la marca ardió como si algo —alguien—
hubiera despertado por primera vez.
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En ese mismo instante,
desde las sombras del templo antiguo,
una figura emergió del fuego negro.
Era Asher.
Pero no el que ella conocía.
Sus ojos eran los del Renacido.
Y su voz, cuando habló,
fue mitad humana… mitad divina.
> —El fuego negro ha elegido su heredero.
Y esta vez, el mundo no tendrá lugar para la luz.