El amanecer no llegó.
Solo una claridad sin sol, pálida y temblorosa, se deslizó sobre el valle de cenizas.
El fuego negro ya no ardía, pero su calor seguía en el aire, suspendido entre la piel y la memoria.
Lunae despertó con el pecho ardiendo.
El suelo estaba frío, y su cuerpo, cubierto de marcas grises que parecían respirar por cuenta propia.
Por un instante, pensó que seguía soñando.
Pero el pulso que sentía en su vientre era real.
Un latido que no era suyo.
A lo lejos, el viento arrastraba cenizas como si fueran pétalos.
Todo lo que alguna vez fue bosque ahora era polvo.
Y entre ese silencio muerto, se oyó una respiración distinta.
Asher.
Su figura emergió de entre las sombras, descalzo, desnudo de toda humanidad.
Sus ojos, antes de un gris suave, ahora eran abismos con fuego líquido.
Su piel estaba marcada con el mismo patrón que el sello de Lunae, pero brillaba como hierro incandescente.
—Asher… —susurró ella, temiendo pronunciar su nombre—.
—No —respondió él con voz profunda, casi doble, como si dos almas hablaran al mismo tiempo—. Ya no.
—¿Entonces quién eres?
Él avanzó, lento, su sombra expandiéndose detrás.
—Soy el eco. Soy la herida que dejaste abierta cuando el eclipse me partió.
Cada fragmento de mi alma buscó la tuya. Y cuando la encontré… el dios antiguo me reclamó.
Lunae dio un paso atrás.
—No es posible. Yo lo sellé…
—Sellaste una parte —dijo Asher, acercándose más—. Pero el resto quedó en mí.
Y ahora… respira a través de ti.
El viento cambió de dirección, trayendo un murmullo que parecía venir de debajo de la tierra.
Lunae apretó el puño.
Su marca, oculta bajo la piel, comenzó a arder, revelándose por primera vez desde el eclipse: un símbolo en espiral, pulsante, que brillaba con tonos de obsidiana y rojo oscuro.
—Tu linaje está despertando —dijo Asher, casi con ternura—.
La sangre que corre por ti no es solo humana, ni lunar. Es fuego del origen.
Y no puedes detener lo que viene.
Lunae lo miró fijamente.
Su cuerpo temblaba, no de miedo, sino de reconocimiento.
La energía entre ambos era un hilo invisible que vibraba con cada respiración, una unión que trascendía deseo o voluntad.
—Entonces ayúdame —dijo ella al fin, con voz quebrada—.
Si mi linaje es maldito, quiero entenderlo. Quiero saber por qué el dios antiguo no me deja morir.
Asher extendió la mano hacia su rostro, y cuando la tocó, el mundo se distorsionó.
El valle desapareció.
El aire se llenó de ecos y luces negras.
Y de pronto, ambos estaban dentro de una visión antigua, un recuerdo que no pertenecía a ninguno de los dos.
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Un templo dorado.
Un cielo sin luna.
Una mujer de cabello plateado arrodillada frente a un altar de fuego.
Y tras ella, una figura colosal de sombra pura, observándola con devoción.
La mujer hablaba:
—Te amo, aunque me condenes. Aunque mi nombre se borre del cielo.
Y la sombra respondió:
—Entonces tu alma será mía, una y otra vez, en cada era donde la luna renazca.
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Lunae jadeó y cayó de rodillas.
La visión desapareció, pero el eco seguía vibrando en sus huesos.
—Era yo —susurró, aterrorizada—.
Yo era ella.
Y tú… tú eras el dios.
Asher bajó la mirada.
El fuego negro titiló en su pecho.
—Sí.
Y ahora el ciclo se repite.
Solo que esta vez… tú tienes el poder de romperlo.
El suelo tembló bajo ellos.
Desde las ruinas cercanas, un coro de voces empezó a entonar un cántico antiguo.
Asher giró bruscamente.
—Nos encontraron.
—¿Quiénes?
—Los Hijos del Eclipse.
Vienen por el linaje. Por el hijo que el fuego prometió.
Lunae se levantó, su mirada ahora firme.
El fuego negro la envolvía como un manto.
Su respiración era fuego, su piel, luna.
—Entonces, que vengan —dijo ella.
—El linaje no se esconde. Se defiende.
Y cuando las figuras encapuchadas aparecieron entre las ruinas,
Lunae extendió su mano.
El fuego negro se alzó del suelo como una ola viva.
Y por primera vez, el poder del dios antiguo obedeció solo a ella.