El amanecer trajo humo, no luz.
Desde las montañas cercanas se oían tambores: un eco rítmico, pesado, que no pertenecía a los vivos.
Eran los Hijos del Eclipse, avanzando hacia el valle.
Lunae, Asher, Kaïron y Eryon observaban desde lo alto de una ladera.
El viento olía a hierro y ceniza.
El suelo vibraba con cada golpe de tambor, como si el mundo respirara con ellos.
—No deberíamos enfrentarlos —dijo Eryon, con voz tensa—. No todavía.
—¿Y qué propones? —replicó Kaïron—. ¿Correr otra vez?
—Sobrevivir.
—Sobrevivir no es vivir —interrumpió Lunae, mirando hacia abajo—.
Ellos no vienen por mí.
Vienen por él.
Asher giró hacia ella, comprendiendo demasiado tarde.
—¿Les dijiste? —preguntó Kaïron, con incredulidad y rabia.
Lunae no contestó.
Solo bajó la mirada, sabiendo que el silencio era una respuesta.
Eryon frunció el ceño.
—¿Qué fue lo que dijiste, Lunae?
Ella respiró hondo.
—Que estoy… esperando un hijo.
El silencio cayó como una espada.
Eryon dio un paso atrás.
Kaïron apartó la mirada, los puños cerrados.
Y Asher… solo la miró, con una mezcla de miedo y asombro.
—¿Y crees que eso no los atraerá más? —gritó Kaïron—. ¡Eres su faro!
Lunae dio un paso al frente.
—Lo sé. Por eso no pienso esconderme.
Esta vez no voy a huir del fuego.
Lo usaré.
Kaïron se acercó, la tomó del brazo con fuerza.
—¿Y si no puedes controlarlo? ¿Y si ese fuego no te obedece?
—Entonces que me consuma —dijo ella con calma—. Pero lo haré en mis términos.
Eryon, que había permanecido en silencio, habló al fin:
—Hay algo más.
Todos lo miraron.
—Recibí un mensaje antes del eclipse. De los templarios de la Orden Gris.
Dicen que uno de los nuestros está informando a las sectas.
—¿Quién? —preguntó Asher.
Eryon bajó la mirada.
—No lo sé… todavía.
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Esa noche, acamparon en las ruinas del antiguo santuario.
El aire estaba quieto, demasiado quieto.
El fuego ardía sin humo.
Lunae se apartó de los demás y se sentó junto a una piedra tallada con inscripciones antiguas.
La tocó con los dedos.
El símbolo coincidía con el de su marca.
Un espiral que representaba la unión del fuego y la luna.
Era el mismo que había visto en sus visiones.
De pronto, un murmullo detrás de ella.
—No deberías estar sola.
Era Kaïron.
Sus ojos, cansados. Su voz, ronca.
Lunae sonrió apenas.
—Nunca estoy sola, Kaïron. El dios no me deja.
—No hablaba de él.
Silencio.
Por un instante, el mundo pareció suspenderse entre ellos.
Kaïron la miró como quien observa algo perdido para siempre.
—Cuando todo esto acabe —dijo él—, no quedará nada. Ni templos, ni dioses, ni fuego.
Solo vos.
Y me da miedo pensar que ni siquiera vos te vas a reconocer.
Lunae lo miró con ternura, tocándole la mejilla.
—Quizás nunca me reconocí del todo.
Kaïron se inclinó apenas hacia ella, pero antes de que pudiera decir algo, un sonido los interrumpió.
Un crujido.
Un destello en la oscuridad.
—¿Asher? —preguntó Lunae.
Pero la figura que emergió de las sombras no era Asher.
Era Eryon, con una antorcha en la mano… y una mirada que no era suya.
—Lo siento —dijo, con voz temblorosa—.
No pude resistirme.
Me ofrecieron lo que ningún dios puede darme… redención.
Lunae dio un paso atrás.
Asher apareció al instante, rodeado de fuego negro.
—Eryon, no lo hagas —dijo con voz baja.
Pero ya era tarde.
Eryon lanzó la antorcha al suelo.
El fuego se extendió.
Y del bosque, comenzaron a salir las figuras encapuchadas: los Hijos del Eclipse, cientos de ellos, avanzando entre las sombras.
—¡Nos vendiste! —gritó Kaïron, abalanzándose sobre él.
Eryon lo empujó con fuerza antinatural, sus ojos ahora completamente negros.
—No fue por odio —dijo Eryon, mientras el fuego crecía—.
Fue por fe.
El primer choque fue brutal.
Fuego negro contra fuego dorado.
Gritos, polvo, y una lluvia de ceniza.
Las ruinas se convirtieron en un campo de batalla.
Asher y Lunae luchaban espalda con espalda.
Cada vez que sus manos se tocaban, el fuego se mezclaba, formando destellos de poder puro.
Pero el número de enemigos era demasiado grande.
Kaïron cayó al suelo, herido.
Eryon desapareció entre las sombras.
Y en el cielo, un brillo comenzó a formarse: una luna roja.
Lunae levantó la mirada.
Su marca ardió con furia.
El fuego negro respondió al llamado del eclipse.
Y en medio del caos, la voz del dios antiguo resonó en su mente:
> “Los pactos se rompen, hija del fuego.
Pero la sangre… la sangre siempre cumple su promesa.”
El fuego se alzó.
Y el cielo ardió como si la noche entera fuera consumida.