El aire olía a hierro y a lluvia.
La tormenta se acercaba desde el norte, arrastrando consigo un rugido que parecía provenir del corazón de la tierra.
Lunae se había aislado del campamento.
Asher dormía bajo el hechizo de curación, y Kaïron… Kaïron apenas respiraba.
Su piel ardía con un resplandor oscuro que se extendía como raíces bajo la carne.
Ella se arrodilló frente a él, temblando.
No sabía si rezaba, si lloraba o si simplemente recordaba.
> “El fuego negro no destruye.
Devuelve lo que fue robado.”
La voz resonó en su mente, tan antigua que la piedra misma pareció inclinarse para escucharla.
—¿Quién eres? —susurró.
> “Aquel que amó antes de que existiera el tiempo.
Aquel que fue traicionado por la luz.”
Un destello.
Y el mundo cambió.
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Lunae ya no estaba en el presente.
A su alrededor se alzaba un templo de obsidiana, con columnas que respiraban sombra y fuego.
Y frente a ella, un hombre… o algo que imitaba la forma de uno.
Su piel era tan pálida como la ceniza, y en su mirada había siglos de tristeza.
—Lunae… —dijo, con voz quebrada—. Me recuerdas.
Ella retrocedió.
—No…
—Sí —respondió él, avanzando un paso—. Porque en ti reposa su alma.
—¿De quién hablas?
—De Elaith, la hija de la primera luna. Mi amante. Mi ruina.
El dios antiguo se inclinó frente a ella, tocando su mejilla con un gesto de ternura casi humana.
Y al hacerlo, imágenes la atravesaron: un eclipse primigenio, un beso entre dos divinidades prohibidas, la caída del cielo sobre la tierra.
Elaith, la diosa lunar, lo había amado en secreto.
Pero cuando la luz del mundo descubrió su unión, los dioses la desterraron, y él fue encadenado en la oscuridad.
> “Desde entonces, solo una mujer en cada era lleva su fuego.
Tú eres la última.”
Lunae se llevó una mano al pecho.
El fuego negro ardía bajo su piel, respondiendo a la presencia de su antiguo amante.
—¿Por qué yo? —preguntó, temblando.
> “Porque solo tú puedes liberarme… o destruirme.”
Un silencio los envolvió.
La sombra del dios se acercó hasta que sus respiraciones se mezclaron.
Su voz se tornó un susurro, íntimo, melancólico.
> “Tu alma me reconoce, aunque tu mente me niegue.
Me amaste una vez, y cada vida vuelve a buscarme.
Pero esta vez… hay otro en tu corazón.”
Lunae lo miró a los ojos.
—Asher.
> “El descendiente de mi guardián.
El hijo del sol que juró separarnos por toda la eternidad.”
Ella se estremeció.
> “Tus dos linajes están destinados a destruirse o a fusionarse.
Si me amas otra vez, el fuego negro dominará.
Si eliges a él, la luna morirá.”
—¿Y si no elijo a ninguno?
> “Entonces el mundo arderá en equilibrio.”
La visión se quebró.
El templo se derrumbó como polvo.
Y Lunae despertó en medio de un grito.
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Asher estaba a su lado, sosteniéndola.
—¿Qué pasó? —preguntó él, alarmado.
Ella respiró con dificultad, las lágrimas mezcladas con ceniza.
—Lo vi. Vi el origen.
—¿Qué origen?
—El de todo esto. De nosotros.
Asher la tomó de los hombros.
—Lunae, ¿qué estás diciendo?
Ella lo miró con los ojos encendidos, mitad fuego, mitad luna.
—Que tú y yo somos el eco de una guerra que nunca terminó.
Él retrocedió, sin entender.
—¿Una guerra?
—Entre el fuego y la luz.
Entre el amor y el castigo.
Entre los dioses que quisieron decidir por nosotros.
El silencio los envolvió, pesado, insoportable.
Entonces Lunae susurró:
—No puedo huir de él, Asher.
—¿De quién?
—Del dios que me reclama.
—¿Y me pedís que me quede sabiendo eso? —su voz tembló, pero no por miedo, sino por amor.
—Sí —respondió ella—. Porque solo vos podés contenerme si pierdo el control.
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Esa noche, la luna cambió de color.
Una franja negra cruzó su centro, presagio del eclipse que se avecinaba.
Los lobos del valle aullaron, como si respondieran a una llamada ancestral.
Kaïron despertó sobresaltado.
Su herida brillaba con fuego negro.
Y entre el humo del campamento, una figura apareció: Eryon, de nuevo.
Pero sus ojos ya no eran los de un hombre.
—El eclipse se aproxima —dijo, sonriendo con voz ajena—.
Y cuando llegue… no quedará luna que despedir.