El cielo se partió en silencio.
Primero un temblor, luego un rugido que nació en las entrañas del mundo.
La luna, suspendida sobre el horizonte, comenzó a sangrar su luz —un resplandor carmesí que teñía los ríos, las hojas, los rostros que la miraban con temor.
Las campanas de Espectralis repicaron solas.
Los monjes del fuego salieron de sus criptas, cantando himnos antiguos que nunca debieron oírse de nuevo.
Y en la cima del santuario, Lunae observaba el eclipse, con el fuego negro ardiendo dentro de su pecho.
Asher estaba a su lado.
Su piel reflejaba la luna sangrante; su mirada era un abismo en movimiento.
Ya no era del todo humano.
Ni del todo dios.
—El ciclo ha comenzado —murmuró él, su voz vibrando con un eco que parecía venir desde las estrellas—. El dios antiguo despierta.
Lunae lo miró.
Su corazón latía con un dolor dulce, mezcla de amor y presagio.
—¿Y tú? ¿Sigues siendo Asher?
Él sonrió apenas, un gesto tan humano que dolió.
—Intento recordarlo… cuando te miro.
Ella alzó una mano, acariciando su rostro con la suavidad de quien toca algo que teme perder.
Pero al contacto, una llamarada negra los envolvió.
El poder del fuego ancestral los conectó, y por un instante, las almas de ambos se mezclaron como dos corrientes opuestas que buscan el mismo cauce.
Ella vio su interior: el caos, la furia del dios dormido, la memoria de mil vidas quemadas en el mismo fuego que ahora renacía.
Y él vio en ella la pureza de la luna, el eco del primer amor, la chispa que podía contener la destrucción.
> “Eres la llave y la cadena.”
La voz del dios resonó en ambos.
“Solo juntos pueden abrirme… o sellarme.”
Lunae cayó de rodillas, el cuerpo temblando.
Asher la sostuvo, su propia piel ardiendo con líneas de fuego que serpenteaban como venas.
El suelo bajo ellos se fracturó; un resplandor surgió del abismo, y de esa grieta emergió la forma del dios antiguo.
No era carne.
No era sombra.
Era una presencia, vasta y sin forma, una conciencia hecha de fuego líquido y oscuridad pura.
> “He esperado eras por este instante.”
La voz no se escuchaba: se sentía.
“La luna me traicionó al darme su luz… y ahora me la devolverá.”
Kaïron, herido, corrió hasta ellos.
—¡Lunae! ¡No escuches!
Pero el aire lo empujó hacia atrás, como si el mundo mismo se rebelara.
Asher dio un paso hacia el dios.
—Si te liberas, destruirás todo lo que queda.
> “Entonces no te opongas. Eres mi fuego. Mi hijo.”
Lunae gritó:
—¡No!
El fuego negro estalló, ardiendo desde el suelo hasta el cielo.
El eclipse se volvió total.
Ya no había noche ni día.
Solo la fusión del todo en una sola sombra ardiente.
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Entre los rugidos del cataclismo, Lunae comprendió.
El dios no podía morir.
Pero podía ser sellado.
Y solo si su fuego y su luna se unían en un mismo cuerpo.
Miró a Asher, lágrimas mezcladas con ceniza.
—Si me amas, deja que termine.
—No —dijo él, negando con furia—. No otra vez.
—No hay otra forma. Tú eres el fuego, yo la luna. Si me uno a ti… el dios no tendrá espacio para existir.
—Entonces ambos moriremos.
—O renaceremos distintos.
Ella lo besó.
Y el beso no fue humano.
Fue un estallido de luz que rompió el eclipse.
El fuego y la luna se fundieron, creando un resplandor que cegó a los que observaban desde el mundo inferior.
El dios gritó con mil voces a la vez, desvaneciéndose entre los destellos.
Su presencia se deshizo como humo entre estrellas, arrastrando consigo siglos de sombras.
El silencio volvió.
El cielo clareó.
Y cuando el primer rayo del amanecer tocó el santuario, solo Kaïron quedó en pie, mirando el lugar donde antes estaban Lunae y Asher.
Nada.
Solo un círculo de luz sobre la piedra.
Y en el aire, el eco de una promesa:
> “Mientras exista una llama, la luna recordará su fuego.”
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Semanas después, los sobrevivientes juraban haber visto dos luces cruzar el firmamento:
una blanca, una negra, girando en espiral antes de desaparecer detrás de las montañas.
Y en los textos prohibidos, alguien escribió una nueva profecía:
> “Cuando el fuego vuelva a tocar la luna,
el mundo renacerá…
o se apagará para siempre.”