AdiÓs A La Luna

El Legado del Eclipse

Pasaron treinta lunas desde el día en que el cielo sangró.
El mundo no volvió a ser el mismo.
Los mares se calmaron, pero sus aguas guardaban destellos de fuego negro bajo la superficie; los árboles crecían torcidos, sus raíces buscando calor en lugar de agua; y los lobos, los hijos de la noche, comenzaron a nacer con marcas de luz en sus pelajes, como si la luna los hubiera tocado.

En los templos, se hablaba en susurros de dos divinidades que se habían fundido en una sola llama.
Los eruditos del Concilio del Alba lo llamaron El Renacimiento del Eclipse.
Pero los hombres sencillos… simplemente lo temían.

Kaïron fue uno de los pocos que sobrevivieron a la destrucción del santuario.
Su cabello, antes dorado, ahora era plateado como ceniza.
Caminaba entre ruinas con la mirada perdida, cuidando los restos de lo que alguna vez fue una tierra sagrada.
Sin embargo, cada noche, cuando la luna se alzaba, podía sentirla.
Una presencia suave.
Un suspiro entre las hojas.
Un perfume de azucena y fuego.

> “Sigue viva… en alguna forma.”

No lo decía en voz alta.
Sabía que las sectas lo buscaban.
Los Hijos del Eclipse, los nuevos adoradores, lo consideraban un traidor por haber intentado detener la unión divina.
Creían que Lunae y Asher renacerían, y que su sangre debía ser preservada para abrir nuevamente el sello que los contenía.

Kaïron dormía poco.
En una de esas noches sin luna, escuchó un llanto.
Le llevó un instante comprender que venía de entre los escombros del santuario.
Corrió, apartando piedras, maderas, y allí —en medio de una grieta aún tibia de energía— encontró un cesto de tela ennegrecida.

Dentro, un bebé.
Sus ojos no eran como los de ningún humano.
Uno era gris pálido, como la luna antes del amanecer.
El otro, negro brillante, como el fuego de los antiguos dioses.

Kaïron tembló.
Sabía lo que significaba.
El hijo de Lunae y Asher… el heredero del fuego y la luz.

Lo tomó en brazos, y el niño lo miró fijamente.
No lloró.
Solo estiró una pequeña mano, que dejó una marca en el cuello de Kaïron: un símbolo de media luna cruzada por una llama.

> “No puede quedarse aquí…” —susurró Kaïron—. “Lo buscarán.”

Lo llevó a las montañas del norte, donde los bosques aún no habían sido tocados por la ruina.
Allí, lo confió a un clan de lobos alados, guardianes antiguos de los cielos, que habían jurado proteger la herencia de la luna.

El niño creció entre sombras y viento.
Aprendió a escuchar los susurros de la luna en el agua, a sentir el fuego en su sangre, a correr con los lobos bajo cielos carmesí.
Y cada vez que el eclipse regresaba, algo dentro de él ardía con fuerza.

Su nombre era Eryon.
Y no sabía aún que su destino sería cerrar —o reabrir— el sello de su madre y su padre.

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Mientras tanto, en las tierras del sur, las sectas crecían.
Los Hijos del Eclipse ya no eran simples fanáticos: habían formado un ejército.
Bajo su estandarte, un círculo mitad blanco y mitad negro, marchaban hacia los templos antiguos, destruyendo todo lo que no venerara la nueva fe.

Y en las sombras más profundas, alguien más los guiaba.
Una figura con ojos dorados, envuelta en humo.

> “El ciclo no terminó.”
“Solo cambió de forma.”

Era el dios antiguo.
Su esencia, aunque sellada, se filtraba a través del niño que había nacido del fuego y la luna.
Una parte de él… seguía viva.

Y esperaba.

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La noche del nuevo eclipse, Eryon soñó.
En su visión, una mujer de cabello plateado le sonreía desde un lago, y un hombre de ojos oscuros extendía su mano desde el fuego.
Ambos le decían lo mismo, en un solo susurro:

> “Recuerda quién eres.”

Cuando despertó, el cielo ardía.
Y en la distancia, vio las antorchas de los Hijos del Eclipse acercándose al bosque.

El linaje del eclipse estaba a punto de reclamar su destino.




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