AdiÓs A La Luna

El Último Eclipse

El mundo contenía el aliento como quien guarda una palabra terrible antes de pronunciarla.
Las noches se habían vuelto silenciosas y densas; incluso los lobos alados permanecían en los techos de sus cuevas sin emitir un solo aullido.
En las ruinas del antiguo santuario, Kaïron, ya marcado por los años y por la sombra que lo acompañó siempre, se arrodilló frente al altar partido. Aquella piedra sabía de juramentos, de besos rotos, de sangre y de votos que habían sobrevivido a siglos. Aquella piedra recordaba a Seraphis.

El cielo comenzó a teñirse de rojo en el horizonte: la señal de un eclipse que no venía para ocultar, sino para recordar.

—No debería repetirse —murmuró Kaïron, con la voz de quien lleva demasiadas noches sin consuelo—. El sello… debería haber durado una era.

El viento respondió con un jadeo. Y entre la bruma surgió una figura que parecía tallada en la misma memoria del fuego: Eryon. Su presencia no era la de un niño criado entre lobos, ni la de un soldado; era la de un heredero que cargaba en sus venas todo lo que la historia había intentado dividir. Un ojo pálido como luna; el otro, como carbón encendido.

—Te busqué —dijo Eryon con voz templada por la responsabilidad—. El sello respira. Lo siento.

Kaïron, con las manos temblando, apenas pudo susurrar: —¿Qué vas a hacer?

Eryon levantó la mirada al cielo, donde la luna parecía un filo de plata ensangrentado. Entre sus manos, algo se agitó: la marca que había nacido de la unión, la doble espiral de fuego y de luz. —Lo que ellos no supieron hacer —contestó—. Romper el ciclo sin que el mundo deje de existir.

Las nubes se abrieron en un suspiro. Desde lejos las antorchas de los Hijos del Eclipse se acercaban, pero esta vez la tierra misma parecía preparada para hablar.

Eryon alzó los brazos. Las llamas negras que residían en su sangre no se lanzaron a devorar, sino a danzar: tomaron forma de coro, se mezclaron con la luz lunar y compusieron una melodía que atravesó las ruinas. No era canción de combate; era canto de memoria.

De la luz surgieron dos figuras translúcidas: Seraphis y Asher, como sombras reverentes que ya no buscaban poseer, sino recordar. Sus rostros eran serenos; en ellos no había triunfo ni derrota. Solo comprensión.

> “Hijo…” —murmuró la presencia de Seraphis—. “Has sabido oír lo que nosotros dos intentamos y no pudimos.”
“No vengamos a reclamar,” agregó la voz de Asher en la bruma —“sino a sellar lo que el temor quiso rasgar.”

Eryon cerró los ojos y, con un gesto lento, dejó que la energía que corría por sus venas se expanda en espiral. El eclipse, por un instante eterno, se tornó plateado: fuego y luna unidos con un pulso que no quemaba, que no mataba, sino que tejía.

El suelo vibró y luego cesó. El cielo se aclaró como si un telón se hubiese renovado. La luna recuperó su blancura. Las antiguas voces que clamaban venganza se acallaron y, en su lugar, quedó un silencio que era alivio y pena a la vez.

Al abrir los ojos, Kaïron comprendió que algo había cambiado para siempre: no era ya la victoria contra el dios lo que importaba, sino la elección hecha desde la elección misma de los que habían amado y perdido.

Eryon se desvaneció entre un resplandor que lo devolvía al misterio; su silueta se elevó y se perdió en el azul limpio de la noche. Muchos vieron, en la lejanía, dos luces cruzar el cielo: una blanca y otra oscura, girando en lenta espiral antes de fundirse con el firmamento.

Cuando la calma volvió, la tierra olía a lluvia nueva. Los supervivientes recogían cuerpos, consolaban rostros, encendían corazones con historias pequeñas: el cuenco compartido, la mano que no se soltó en el peor instante. Kaïron, con manos arrugadas por la guerra y la ternura, anotó en su libro:

> “El último eclipse no destruyó todo. Lo recordó.”

Y en esa memoria quedó grabado el gesto de Seraphis y Asher: no como dioses que se imponen, sino como origen que decidió no imponer su ley sobre el mundo que tanto había amado.




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