Capítulo 6: La Ausencia Inesperada
El sol se ocultaba lentamente sobre el horizonte de Iskanara, tiñendo el cielo de tonos rojizos y dorados. Era una tarde tranquila, la paz habitual que se sentía en la ciudad flotante antes del ocaso. Siria, Kaelis, y las demás hermanas Arthea estaban en el comedor, compartiendo una comida como tantas otras, sin presagiar lo que les aguardaba.
Los padres de las hermanas, Aldor y Leena, siempre habían sido el pilar de su hogar. Aldor, un hombre de carácter firme pero dulce, y Leena, una mujer de corazón tierno, ambos conocidos por su sabiduría y bondad, habían acompañado a sus hijas en cada paso de su vida. Todos los días comenzaban con palabras de aliento, sonrisas sinceras, abrazos cálidos y consejos sabios que ayudaban a las hermanas a enfrentar los desafíos que el mundo les presentaba. Era un ciclo familiar que las mantenía unidas y fuertes.
Esa tarde, como cualquier otra, Aldor y Leena se despidieron de sus hijas antes de partir hacia una expedición crucial. Habían hablado de su misión con tranquilidad: recuperar un artefacto perdido de Zaerith, un misterioso objeto de poder que, según se decía, poseía la clave para entender la antigua magia que los Väelith querían dominar. Era una misión peligrosa, pero como siempre, Aldor y Leena mostraban una calma serena ante los peligros. Se despidieron con un beso en la frente a cada una de sus hijas, y con una promesa de regreso al final del día.
"Cuídense, niñas," había dicho Leena, sonriendo con dulzura. "Y no olviden que siempre estamos con ustedes, incluso cuando no estemos cerca."
Aldor, con su característico tono protector, agregó: "Manténganse unidas. No importa lo que pase, siempre encontraremos el camino de regreso a casa."
Fue esa tarde, en medio de la serenidad, cuando todo cambió.
La noche ya estaba en su apogeo cuando una figura encapuchada apareció en el vestíbulo de la casa familiar. Su presencia no pasó desapercibida, pero las hermanas no pensaron que pudiera ser algo importante. Sin embargo, cuando la figura se acercó más y retiró la capa que cubría su rostro, Siria se quedó paralizada al ver el rostro del mensajero, alguien que siempre había estado al servicio de los Arthea. Pero esta vez, su expresión estaba teñida de horror.
"¿Qué pasa?" preguntó Kaelis, mirando fijamente al hombre. "¿Dónde están nuestros padres?"
El mensajero se tomó un momento, como si intentara reunir valor para hablar. Finalmente, las palabras salieron de su boca, rotas y llenas de tristeza.
"No... no pudieron completar su misión." Sus ojos brillaban con lágrimas contenidas. "La expedición fue atacada... por los enemigos de Zaerith."
Las hermanas Arthea se miraron entre sí, un nudo en el estómago apretándoles el pecho. No podía ser. No podía ser que sus padres, que siempre habían vuelto a casa seguros después de sus viajes, no estuvieran allí esa noche.
"El ataque... fue feroz," continuó el mensajero, su voz quebrada. "Logramos recuperar sus cuerpos, pero... no hay más. No sobrevivieron."
La habitación se sumió en un profundo silencio. El golpe fue tan fuerte que las palabras no lograban llegar a sus corazones. Aldor y Leena, sus padres cariñosos, ya no estarían para abrazarlas, para guiarlas, para darles esas palabras sabias que siempre les daban fuerza. Ya no habría más cenas con risas, ni almuerzos compartidos en los que sus padres los animaban con sus historias. El vacío que dejó su ausencia era insoportable.
Siria fue la primera en romper el silencio. Su rostro se torció en una expresión de incredulidad, y sus ojos se llenaron de lágrimas que caían silenciosamente por sus mejillas. Un sollozo quebró su garganta, pero no pudo evitarlo. La angustia la desbordaba, y en ese instante, sintió como si el mundo se hubiera detenido.
"No... no puede ser..." susurró, su voz temblorosa. "¿Por qué? ¡Ellos... ellos no pueden haberse ido!"
Kaelis la miró, y en sus ojos se reflejaba la misma devastación. Ambas se acercaron al mensajero, pero las palabras que querían decir se quedaron atascadas en sus gargantas. ¿Cómo se podía aceptar algo tan cruel, tan irreal? ¿Cómo podían vivir en un mundo donde las voces y los abrazos de sus padres ya no estarían más?
El mensajero, con una tristeza profunda, extendió las manos, ofreciéndoles los objetos personales de sus padres: una capa de Aldor, que había sido su escudo, y un collar de Leena, símbolo de su amor eterno.
Siria, con la mirada fija en esos objetos, los tomó en sus manos con una reverencia silenciosa, mientras el dolor la atravesaba. "No... no pueden irse..."
Las demás hermanas comenzaron a llorar a su lado. En ese momento, Iskanara, un lugar que siempre había sido sinónimo de fuerza y valentía para las Arthea, parecía un sitio vacío. El amor y el calor que sus padres habían traído se desvanecían como las estrellas en el cielo nocturno.
Esa noche, no hubo cena. No hubo palabras de aliento. Las hermanas se abrazaron unas a otras, el consuelo de su compañía siendo lo único que las mantenía a flote en medio de su desdicha. Las lágrimas no cesaron, pero en su interior, algo se estaba forjando. La ausencia de sus padres las había dejado huérfanas de una manera que nunca imaginaban, pero ahora, más que nunca, entendían que debían seguir adelante. Si querían honrar a Aldor y Leena, debían ser fuertes, como ellos les habían enseñado.
En silencio, las hermanas Arthea hicieron una promesa esa noche: seguirían luchando por lo que su familia representaba, sin rendirse. Y aunque los abrazos y las sonrisas de sus padres ya no estuvieran, el legado de su amor y sus enseñanzas viviría en cada uno de sus corazones.
Y así, en el dolor, nacía una nueva determinación.