La angustia... el miedo... la desesperación...
Despierto entre sábanas arrugadas, mi pecho subiendo y bajando frenéticamente, como si intentara escapar de algo invisible. Coloco una mano sobre el corazón, como si eso pudiera calmar las palpitaciones que me golpean con cada latido.
Mi respiración sigue errática, y por un momento, todo parece difuso. Mi mente, atrapada en los restos de la pesadilla, me obliga a mirar a mi alrededor. La habitación, que siempre me ha resultado tan familiar, hoy parece ajena, como si nada aquí me perteneciera. Como si yo misma ya no estuviera en este lugar.
Paso la mano por las sábanas, sintiendo cada pliegue y textura, buscando aferrarme a algo real, algo que me devuelva a la calma. Esta vez fue diferente; la pesadilla no me dejó tan fácilmente. Fue como si hubiera quedado atrapada entre ese mundo y este, sin poder despertar realmente.
El sonido distante de mi madre cocinando me trae de vuelta al presente. Miro el reloj: son casi las nueve de la mañana y voy tarde a la universidad.
Suelto un suspiro, resignada, y me apresuro a alistarme, tratando de dejar atrás la pesadilla.
Cuando bajo a la cocina, el aroma delicioso me recibe. Mi madre está preparando tostadas, y la suave música de fondo hace que el ambiente sea cálido y acogedor.
Intento forzar una sonrisa mientras me acerco.
—Buenos días —saludo, aunque mi voz suena más cansada de lo que me gustaría.
Mi madre se da vuelta y me lanza una sonrisa llena de preocupación. Sus ojos, siempre tan atentos, no me pierden de vista.
—¿Cómo dormiste? Te ves cansada —dice, sin perder la suavidad en su tono.
La miro y no sé si contarle sobre la pesadilla o simplemente hacer como si nada pasara. Pero su preocupación me alcanza, y me siento obligada a ser honesta.
—Tuve una pesadilla... —mi voz vacila al recordar las imágenes. Suspiro mientras miro los tostadas que ella está sirviendo. —Soñé con un pueblo antiguo, donde todos andaban a caballo y las paredes eran de piedra. La gente era grosera, nada amable. Unos hombres me persiguieron por un callejón oscuro...
Mi madre frunce el ceño, preocupada.
—¿Y luego qué pasó? —pregunta, su tono más grave ahora.
—Desperté —respondo, dándole un encogimiento de hombros.
El desayuno transcurre en silencio. Sé que ella quiere decirme algo más, pero la conversación se detiene ahí.
Cuando termino, me levanto para salir.
—Bueno, mamá, no te preocupes. Solo fue un sueño, ya estaré mejor—. Le doy un beso en la mejilla, para luego salir por la puerta.
Pero antes de que cierre la puerta, mi madre me agarra de la mano y me abraza fuerte.
—Cuídate mucho, y avísame cuando llegues a la universidad— se queda en silencio por un momento, casi pensativa. Con un susurro cerca de mi oído, añade—: En tus sueños siempre corre; no importa que... Cuando te sientas en peligro nunca dejes de correr.
Termina con un beso en la frente y me suelta.
Hemos sido solo ella y yo durante mucho tiempo, y aunque tiene su propia forma de mostrarme su amor, sé que, aunque nunca lo admite, también se siente sola. Es irónico, ¿no? Saber que no soy la única que se siente así me aligera, como si de alguna manera compartiéramos ese vacío.
Un poco desconcertada, me despido y me encamino hacia la universidad.
En el autobús, me pierdo en mis pensamientos. Se supone que esta debería ser la mejor etapa de mi vida, disfrutando de mi juventud y mi libertad. Pero no es así. Me siento débil, cansada, desanimada. Y lo que más me frustra es no saber por qué.
Lip, mi novio, hace todo lo posible para ayudarme. Ha estado a mi lado desde siempre: primero como mi vecino, luego como mi mejor amigo, y finalmente, lo que somos ahora. Es alguien valioso para mí, pero ni siquiera su apoyo parece llenar este vacío.
Bety y Pam, en cambio, llegaron a mi vida en un momento de transición. Nos conocimos el primer día de universidad, cuando aún éramos adolescentes tratando de encajar en el mundo de los adultos.
Aquel proceso de cambio fue difícil, y desde entonces, hemos pasado por mucho juntas. Eso debería habernos unido, pero a veces siento que entre ellas hay algo más, una conexión más natural, más sólida. No es que me sienta apartada; de hecho, son muy buenas amigas, simplemente soy yo la que se aleja, como si no encajara, o tal vez esté buscando algo más, algo que ni siquiera sé cómo definir.
Una seguidilla de mensaje me devuelven a la realidad. Reviso la pantalla de mí celular y veo los mensajes por el grupo.
Bety—"¿Hey, ya llegaron?"
Pam—"Yo estoy en la biblioteca"
Bety—"Estoy llegando, a la vuelta de la esquina"
Pam—"¿y Aeti? ¿Dónde diablos estás?"
Me río por lo bajo. Pam siempre es así, intensa pero dulce.
—"Ya voy, me quedé dormida, estoy en el autobús"—respondo, para luego bloquear mi celular y sumergirme en el paisaje.
No es un paisaje con áreas verdes; de hecho es todo lo contrario. Solo se ven edificios y tiendas, con uno que otro parque. La gente camina rápido, enfocado en lo suyo, sin mirar a su alrededor.
El autobús se detiene y, al mirar por la ventana, me doy cuenta de que he llegado a mi parada. En la esquina, se destacan unos grandes pilares de piedra: mi universidad.
Con rapidez, me levanto y me preparo para bajar.
Dentro del aula, el profesor me lanza una mirada de saludo antes de continuar con su explicación. Me dirijo al lugar donde están mis amigas y, al sentarme junto a ellas, saco rápidamente mi cuaderno y lápiz para ponerme a escribir los apuntes.
—¿Por qué no te actualizas?— menciona Bety con el ceño fruncido y su laptop entre las manos.
—No sé... No me puedo acostumbrar—Mi mirada va del cuaderno en la mesa a mi lápiz en la mano—lo siento más personal.
Entorna sus ojos, levantando una ceja como si no me entendiera.
Mientras intento concentrarme, el profesor lanza una pregunta que capta mi atención por completo:
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Editado: 17.12.2025