Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO IV: El Odio de los Caídos

En las profundidades de Nýxvaros, donde el tiempo se pudría como carne olvidada y el tormento respiraba con pulso propio, las sombras se retorcían en un eterno magníficat de agonía. Eran los ángeles caídos, otrora esplendor de luz y cánticos, ahora criaturas de cicatrices cósmicas. Habían desafiado al Dios Absoluto en un tiempo tan remoto que hasta las estrellas lo habían olvidado, y su castigo era aquel abismo que les devoraba las alas, lenta e implacablemente.

Condenados. Olvidados. Pero nunca ciegos.

Desde su prisión de sombras, observaron cómo la guerra rasgaba el vientre de Eldoria. Vieron cómo las torres de cristal se quebraban como huesos bajo el peso de la traición, cómo el cielo sangraba en tonalidades de púrpura y hollín. Fueron ellos quienes, con susurros que atravesaron las grietas de la realidad, envenenaron los sueños de los eldorianos. Sembraron la semilla de la discordia, regándola con promesas de poder y suspiros de "¿por qué servir cuando podéis reinar?".

Pero el Dios Absoluto susurró su juicio, y todo se desvaneció.

Cuando la purificación divina arrasó Eldoria, los caídos no sintieron triunfo, sino una pérdida que les quemó las entrañas. Aquellos guerreros de piel estelar, aquellos magos que tejían canciones en el aire, aquellas razas antiguas nacidas del aliento de Thalassara… eran la obra que el Creador había querido salvar. Y ahora yacían convertidos en polvo cósmico, arrebatados por un castigo que los ángeles caídos no habían calculado.

Gritaron entonces, no con voces, sino con el crujir de sus esencias fracturadas. No lograron corromper por completo a los eldorianos, no consiguieron forjarlos en un ejército de venganza. Su plan se había deshecho como lágrimas en el fuego, y el abismo de Nýxvaros se estrechó aún más alrededor de sus gargantas, ahogándolos con un sufrimiento nuevo: el saber que su odio había sido inútil.

Ahora solo les quedaban los ojos. Ojos que miraban. Ojos que ardían. Ojos que, desde las tinieblas, seguían buscando una grieta en la creación…

Sin embargo, cuando el alba de Eldoria renació —cuando el mundo se vistió de nuevo con los colores de la creación y la humanidad emergió del polvo estelar como una canción inesperada— el odio de los caídos estalló en llamas más voraces que las de su propio infierno.

Porque ellos, los condenados de Nýxvaros, jamás conocerían la redención. Sus nombres habían sido arrancados del Libro de la Vida, sus alas rotas ahora eran cadenas que los ataban a un sufrimiento sin fin. Pero los humanos… oh, los humanos eran diferentes. Frágiles como cristal, efímeros como el rocío, y, sin embargo, bendecidos con un don perverso: podían caer en la corrupción, hundirse en la oscuridad más profunda, y, aun así, su chispa divina —aquel dos por ciento de eternidad incrustado en sus almas— permanecía incorrupta. Peor aún: esa luz minúscula tenía el poder de purificar la podredumbre, de sanar las heridas del alma sin dejar cicatrices.

Era una ironía que les quemaba más que las llamas de su prisión.

Mientras los ángeles caídos gritaban en la oscuridad, los humanos —esas criaturas de carne y sueños fugaces— podían redimirse. Podían limpiar sus pecados con lágrimas sinceras, con actos de amor insignificantes, con una simple plegaria susurrada en la noche. Y al final de sus cortas vidas, si elegían la luz, trascendían. Ascendían a Elyssar, el reino de la armonía perfecta, el hogar que los caídos habían profanado y perdido para siempre.

El Dios Absoluto, en Su misericordia insondable, les había concedido a los humanos un privilegio negado incluso a los primeros eldorianos y a los propios Guardianes: la puerta abierta a Elyssar.

Los caídos se retorcían en su ira. ¿Cómo era posible? ¿Cómo esos seres imperfectos, que tropezaban con sus propias sombras, que se mataban por migajas de poder, que olvidaban a su Creador en cuanto el viento soplaba en otra dirección… podían ser dignos del paraíso?

Era una burla divina. Un insulto tallado en sus corazones oscuros. El castigo más cruel de todos: saber que, mientras ellos sufrían en el olvido, los humanos —tan frágiles, tan indignos— podían alcanzar la gloria que a los caídos les había sido arrebatada.

Y entonces, entre los suspiros de Nýxvaros, nació una nueva promesa, una resolución tan afilada como sus cicatrices: Si no podían escapar de su tormento, al menos arrastrarían a los humanos a compartirlo.

Entre las sombras retorcidas de Nýxvaros, los ángeles caídos urdían su venganza silenciosa. Sabían que Elyssar permanecía fuera de su alcance, fortaleza impenetrable donde el Dios Absoluto reinaba en esplendor. Tampoco podían alzar nuevamente sus espadas contra el Creador; su rebelión había sido aplastada para siempre. Pero había otra forma de herirle, más sutil y perversa: arrancarle su creación más preciada, esos frágiles seres de carne y polvo estelar a quienes había concedido el don que a ellos les fue negado.

—Si no podemos alcanzar Elyssar... que ellos nunca lo logren—, resonó como un juramento en las tinieblas.

Durante milenios, el velo entre dimensiones había permanecido inquebrantable. Elyssar brillaba inalcanzable como un sueño, mientras Nýxvaros yacía sellado para humanos y Guardianes por igual. Pero la gran guerra de los eldorianos primigenios había dejado su marca en el tejido de la realidad: grietas casi imperceptibles por donde se filtraba el eco de la corrupción.

Los caídos no podían cruzar en toda su abominable gloria, ni manifestar su poder abiertamente. Pero podían susurrar. Como serpientes que deslizan veneno en el oído, insinuaban sus mentiras en los rincones más oscuros del alma humana:

"¿Por qué servir cuando podéis reinar?" "El dolor que sientes... ¿crees que a Él le importa?" "Toma lo que mereces, antes que otros te lo arrebaten..."

Sus voces eran como el rumor de hojas secas arrastradas por el viento, apenas perceptibles. La chispa divina en los humanos, aunque mínima, creaba una resistencia natural. Muchos pasaban su vida sin escuchar claramente la tentación, atribuyendo esos impulsos oscuros a sus propios pensamientos. Pero para algunos - aquellos cuyos corazones ya albergaban resentimiento o ambición - los susurros encontraban tierra fértil donde echar raíces.




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