El alba de la humanidad había pintado el mundo con los colores de la inocencia. Campos de trigo danzaban al compás de vientos perfumados, extendiéndose como mantos dorados bajo el sol benevolente. Ciudades de piedra y madera brotaban en los valles, sus murallas aún bajas, construidas para delimitar hogares, no para defenderse. Los ríos - venas plateadas de la tierra - cantaban mientras fertilizaban las riberas donde niños descalzos correteaban entre juncos.
Los hombres moldeaban el barro con manos callosas, transformándolo en jarrones que guardarían el agua y el grano. Forjaban herramientas, no armas; arados, no espadas. Por las noches, alrededor de hogueras que iluminaban rostros sonrientes, narraban historias de estrellas que parecían escucharlos. Eran mortales, sí. Sus vidas breves como el vuelo de una mariposa de verano. Pero en sus pechos palpitaba aquel misterio que los hacía únicos: el dos por ciento divino, esa chispa que brillaba cuando compartían el pan, cuando una madre arrullaba a su hijo, cuando un anciano enseñaba a tejer redes a los jóvenes.
El Dios Absoluto observaba estos gestos cotidianos con la ternura de un padre viendo dar los primeros pasos a su hijo. En su silencio habitaba una alegría perfecta.
Pero en los pliegues de la realidad donde la luz no llegaba, las sombras se agitaban con un resentimiento que fermentaba desde el principio de los tiempos. Los ángeles caídos, aquellos espectros de alas quebradas, clavaban sus miradas en la escena como quien mira un festín del que está excluido. Los primeros susurros habían sido apenas pruebas, tentativas vacilantes. Ahora, con la precisión de cirujanos de las almas, afinaban sus mentiras:
"Mira a tu hermano - sus tierras son más fértiles que las tuyas. ¿No mereces tú también su abundancia?" "Ese hombre que se llama líder... ¿qué sabe de tus dolores? ¿Por qué debe decidir por ti?" "La vida es corta. Si no tomas lo que deseas hoy, mañana otro lo habrá arrebatado."
Como gotas de tinta en agua clara, el veneno se expandió. Los corazones que antes se calentaban con gratitud, ahora ardían con una fiebre nueva. Las miradas que intercambiaban sonrisas, ahora calculaban distancias y ventajas. Las manos - esas manos que habían levantado casas y cosechado trigo - comenzaron a tallar mangos para armas, a afilar bordes que ya no servirían para cortar ramas, sino carne.
El metal, que antes solo conocía el yunque del herrero para crear hoces, aprendió nuevas formas bajo los martillos: puntas de lanzas que reflejaban el sol con hambre. Arcos que gemían al tensarse, ansiosos por soltar sus flechas. Escudos que ya no protegerían de las bestias, sino de otros hombres.
Y entonces llegó el día sin nombre que lo cambiaría todo. Un día donde el sol no era testigo benevolente, sino un ojo incandescente que todo lo veía. Un conflicto por un pozo de agua, por un saco de grano, por una mirada mal interpretada - el pretexto era lo de menos. Lo importante fue el primer grito de guerra, el primer hierro atravesando carne humana, la primera gota de sangre hermano vertida por hermano.
Así nació la primera guerra de los hombres. No como un cataclismo divino, sino como el fruto amargo de semillas plantadas en el terreno fértil de la libertad. Mientras tanto, en Aetheris, los Guardianes apretaban sus puños al sentir el equilibrio romperse. Y en lo más profundo de Nýxvaros, una risa áspera como huesos rompiéndose resonaba.
Al principio, la violencia fue modesta, casi íntima. Disputas entre vecinos por lindes mal trazadas. Choques de egos entre jefes de aldea que bebían del mismo arroyo. Pero como la primera chispa que prende la pradera en verano, el fuego se propagó con hambre insaciable.
Lo que comenzó como escaramuzas entre docenas de hombres, pronto se convirtió en ejércitos de miles. Donde antes había círculos de piedras para contar historias, ahora se alzaban tronos forjados con las espadas de los vencidos. Reyes se coronaban con diademas de huesos tallados; generales trazaban estrategias con sangre en lugar de tinta. La tierra - esa madre paciente que todo lo daba - bebió el hierro y la carne de sus propios hijos. Los ríos, aquellos mismos que habían cantado canciones de vida mientras los niños pescaban en sus orillas, ahora arrastraban cadáveres hinchados como grotescas ofrendas a ningún dios.
En las profundidades de Nýxvaros, los ángeles caídos celebraban su macabro banquete. Cada grito de dolor humano era un bálsamo para su tormento eterno. No necesitaban empuñar armas; habían convertido el libre albedrío en su arma perfecta.
Pero en medio del torbellino de acero y furia, surgía un fenómeno que helaba su júbilo:
Las comunidades de los fieles - aquellos que escuchaban el susurro del Dios Absoluto en el crujir de las hojas, en el rumor de los arroyos, en el silencio entre dos latidos - permanecían como islas de paz en un mar de caos. Las batallas que arrasaban comarcas enteras inexplicablemente los rodeaban, como si una mano invisible desviara los ejércitos. Flechas que atravesaban corazones a cien pasos de distancia, perdían su fuerza al cruzar los linderos de sus aldeas. Ciudades fortificadas caían como castillos de arena ante las hordas, mientras sus humildes poblados de techos de paja permanecían intactos, no por murallas, sino por una protección más antigua que la piedra.
Los señores de la guerra, cegados por su propia ira, parecían no verlos. Cuando sus miradas caían sobre esos lugares, algo en su interior - ese dos por ciento divino que nunca podrían erradicar - les hacía apartar los ojos y seguir adelante.
Los caídos rugieron de frustración en su prisión de sombras. Habían envenenado mentes, torcido voluntades, sembrado el odio como un agricultor siembra trigo... pero aquellos a quienes más deseaban corromper - los que mantenían viva la llama de Elyssar en la tierra - permanecían fuera de su alcance.
Era el sello del Dios Absoluto, no escrito en piedra ni proclamado con trompetas, sino tejido en la misma trama de la realidad: "Mi mano guardará a los que caminan en Mi voluntad, no de la tormenta, sino en medio de ella."