Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO VI: Los Guardianes y el Misterio del Collar

Mientras la humanidad florecía y se pudría en Eldoria, los Guardianes también evolucionaban. No eran humanos; no respiraban el mismo aire ni sangraban las mismas dudas. Eran criaturas forjadas en el crisol de la voluntad del Dios Absoluto, diseñadas para un propósito inmutable: custodiar el equilibrio entre la luz y la sombra. Pero incluso en su perfección divina, había límites.

No caminaban por los campos de Eldoria ni se perdían entre sus multitudes. Su hogar era Aetheris, un reino paralelo donde las leyes de la realidad se doblegaban como juncos al viento. Allí, las montañas no eran de piedra, sino de geometría sagrada; los ríos no llevaban agua, sino destellos de memoria pura. El tiempo no avanzaba en horas, sino en ecos, y cada amanecer era un reflejo del primero, dorado e inmutable.

Sin embargo, su existencia estaba atada a Eldoria por un hilo invisible. El Santuario Sagrado —una estructura tallada no en materia, sino en la esencia misma del Pacto— era su único vínculo con el mundo mortal. Sus muros, altos como promesas antiguas, resonaban con la energía de los Guardianes, renovando su fuerza y su determinación. Nadie ajeno a ellos podía cruzar sus umbrales; ni los humanos curiosos, ni los ángeles caídos en su sed de venganza. Era un lugar de silencio y revelación, donde el peso de su deber se hacía más ligero, aunque nunca desaparecía.

Desde aquel refugio, observaban. Testigos imparciales del auge de los Elegidos, cuya fe brillaba como antorchas en la tormenta. Espectadores del lento envenenamiento de los reinos, donde la ambición humana se entrelazaba con los susurros de Nýxvaros. Y, sobre todo, vigilantes de la sombra que crecía, paciente como una araña tejiendo su red.

Sus manos, capaces de moldear realidades, permanecían quietas. Sus voces, que podían desgarrar el velo de los cielos, guardaban silencio. El Pacto los ataba, y aunque cada fibra de su ser clamaba por actuar, sabían que el momento no había llegado.

Aún no.

Aunque su esencia provenía directamente del Dios Absoluto, los Guardianes no eran seres completos desde su nacimiento. La omnipotencia no les fue concedida; era un camino que debían recorrer paso a paso, como escalones tallados en la propia sustancia del universo.

En Aetheris, donde las leyes de la física danzaban al compás de la voluntad divina, los Guardianes erigieron sus dominios. Ciudades surgieron como cristalizaciones de su poder colectivo - torres que no se alzaban hacia el cielo, sino que lo tejían a cada instante con hilos de luz primordial. Murallas de piedra etérea, tan sólidas como el juramento que las sostenía, se curvaban en imposibles geometrías sagradas. En estos recintos, el espacio respiraba al ritmo de sus pensamientos, y la gravedad era una sugerencia más que una ley.

Aquí, entre cúspides que desafían la perspectiva y plazas donde el tiempo se estiraba como arcilla blanda, los Guardianes forjaban su perfección. Sus cuerpos, ya inmunes al paso de los siglos mortales, se pulían en ejercicios que habrían destrozado la mente de cualquier humano. Aprendían a tejer la energía pura en escudos que podían contener supernovas, a plegar el espacio para recorrer distancias inconcebibles, a leer en el libro de la creación como quien hojea un manuscrito familiar.

Pero por cada habilidad dominada, surgía un nuevo misterio. Por cada límite superado, se revelaba otro más profundo. Y entre todos los secretos de su existencia, había uno que se resistía incluso a los más sabios, a los más poderosos...

Desde los albores de su existencia, cuando el aliento del Dios Absoluto aún resonaba en los cimientos de Aetheris, los Guardianes recibieron un legado que trascendía la materia: el Lytharion. No era simple orfebrería divina, sino un fragmento de Elyssar hecho tangible, un collar que pulsaba con la cadencia primordial de la creación misma. Sus filamentos de energía pura tejían patrones que ningún ojo mortal podría comprender, y su núcleo guardaba la promesa de un poder sin límites: aquel que lograra la sintonía perfecta con él ascendería como Guardián Supremo, voz y mano directa de la voluntad divina.

Pero el Lytharion seguía siendo un enigma envuelto en luz. Generaciones de Guardianes intentaron dominarlo, sus dedos áureos rozaban su superficie solo para recibir destellos de su potencial. Algunos alcanzaron un 30% de conexión, otros apenas un 20%, suficientes para vislumbrar su grandeza, pero no para sostenerla. El collar se resistía, como si reconociera en ellos una carencia invisible. ¿Era prueba de una falla en su diseño? ¿O acaso el Creador, en Su sabiduría infinita, reservaba ese honor para un momento aún no escrito en el tapiz del destino?

La obsesión por desentrañar el misterio dio forma a su civilización. Torres de observación se alzaron como agujas hacia el cielo estático de Aetheris, donde eruditos analizaban cada vibración del Lytharion. Academias de cristal líquido surgieron en las llanuras eternas, donde jóvenes Guardianes meditaban durante décadas para lograr un segundo más de conexión. Salas de archivo atesoraban pergaminos que documentaban cada intento, cada fracaso, cada teoría. Pero el collar, imperturbable, seguía siendo un sol del que solo podían capturar rayos sueltos.

Y así, entre la devoción y la frustración, los Guardianes persistían. Porque en lo más profundo de su esencia, sabían una verdad inquietante: si el Lytharion aún no se había revelado por completo, era porque el verdadero desafío no yacía en el artefacto... sino en ellos mismos.

Aun con el enigma del Lytharion sin resolver, los Guardianes no cejaron en su evolución. Siglo tras siglo, perfeccionaron su arte hasta trascender su naturaleza original. Sus técnicas de combate se volvieron danzas cósmicas, cada movimiento una ecuación de fuerza y gracia que habría dejado perplejos a los más grandes guerreros de Eldoria. Aprendieron a tejer la energía pura en armas que cortaban no solo la materia, sino los hilos mismos de la realidad temporal - espadas de luz que dejaban cicatrices en el tejido del universo. Sus escudos, forjados con la esencia primordial de Aetheris, podían detener no solo golpes físicos, sino los mismos susurros corruptores de Nýxvaros.




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