Los siglos se habían acumulado ante los ojos de los Guardianes como granos de arena en un reloj cósmico. Desde las alturas intangibles de Aetheris, habían sido testigos del eterno baile de la humanidad: su ascenso glorioso hacia la luz y sus caídas estrepitosas en las sombras. Habían contemplado cómo los Elegidos mantenían viva la llama de la fe en medio de la tormenta, cómo los susurros de los Caídos corroían los cimientos de imperios enteros, cómo las espadas de los hombres tallaban su historia con surcos de sangre y ceniza.
Pero el tiempo de la mera observación había terminado. El equilibrio pendía de un hilo tan fino que hasta el más leve soplo podía romperlo. Sin embargo, una intervención directa sería tan catastrófica como la misma corrupción que buscaban erradicar. Los Guardianes comprendieron la paradoja: si descendían en todo su esplendor divino, con sus cuerpos de energía pura y coronas de luz estelar, los humanos no verían aliados, sino deidades. Y la adoración ciega era otro rostro de la esclavitud, tan ajena al designio del Dios Absoluto como la misma Nýxvaros.
Fue así como eligieron el camino del ocultamiento, la estrategia más humilde y a la vez más audaz. Se despojarían de sus atributos divinos, envolviendo sus esencias en capas de carne y hueso. Descenderían a Eldoria no como salvadores celestiales, sino como forasteros anónimos. Caminarían las mismas calles empedradas que los mortales, respirarían el mismo aire cargado de polvo y esperanzas, sentirían el peso del sol sobre sus espaldas y el cansancio en sus miembros al final del día.
Pero bajo esta máscara de humanidad, la llama de su propósito seguiría ardiendo. En las tabernas donde los hombres ahogaban sus penas en alcohol, sus oídos captarían los rumores que señalaban la influencia de los Caídos. En los mercados abarrotados, sus manos ayudarían a cargar fardos mientras sus ojos detectaban los hilos de corrupción entretejidos en la sociedad. En las noches silenciosas, cuando el resto de Eldoria dormía, trabajarían en las sombras: fortaleciendo a los Elegidos que flaqueaban, conteniendo el avance de la oscuridad sin que nadie supiera de su intervención.
Serían faros ocultos en la niebla, guardianes invisibles que enderezaban el rumbo del mundo con pequeños empujes en el momento preciso. Porque a veces, comprendieron, la verdadera fuerza no yace en el poder manifiesto, sino en la influencia silenciosa que modela los destinos sin dejar rastro de su paso.
A ojos de los mortales, eran indistinguibles. Los Guardianes habían perfeccionado el arte del camuflaje celestial, envolviendo su esencia divina en envolturas de carne perfectamente ordinarias, esto era sencillo para ellos, pues también eran 30% humanos. Podían ser el anciano de barba cana que enseñaba astronomía bajo los pórticos de mármol en las ciudades ilustradas, sus lecciones sembrarían semillas de verdad entre ecuaciones estelares. Podían ser el mercenario taciturno que aparecía en los campos de batalla justo cuando la balanza se inclinaba hacia la injusticia, su espada giraría con precisión imposible para salvar a niños y ancianos. Podían ser la mujer de manos callosas que preparaba infusiones en los barrios pobres, sus remedios curarían males que los médicos reales declaraban incurables.
Esta multiplicidad de máscaras era su arma más poderosa. Un susurro del poder que alguna vez habían conocido en Aetheris les permitía moldear su apariencia como arcilla húmeda: hoy podían llevar el rostro curtido de un herrero, mañana la complexión delicada de un cortesano. La humanidad, confiada en sus sentidos limitados, nunca sospechaba que el mendigo que les había dado pan en un día de hambruna o el sacerdote que les había hablado de compasión en medio de su desesperación eran en realidad la misma entidad atemporal.
Pero entre ellos, no había engaño posible. Cuando dos Guardianes se cruzaban en el bullicio de un mercado o en la penumbra de una taberna, un reconocimiento instantáneo atravesaba sus disfraces. Era algo en la mirada - no un brillo sobrenatural, sino una profundidad de siglos que ningún humano podría imitar. Un leve gesto, casi imperceptible: el rozar de manos al pasar que transmitía mensajes codificados, el parpadeo lento que decía "te veo, hermano". A veces, en la intimidad de una habitación sellada, dejaban caer sus máscaras por un instante, permitiendo que sus verdaderas formas se reflejaran brevemente en los ojos del otro antes de volver al juego de roles.
Este baile de identidades era tan delicado como caminar sobre cristales. Un exceso de conocimiento aquí, una cura demasiado milagrosa allá, y el velo de discreción podría romperse. Los Guardianes habían aprendido lo que los dioses olvidan: que a veces la omnipotencia debe autolimitarse para ser efectiva. Su poder no estaba en revelarse, sino en permanecer ocultos; no en ser adorados, sino en ser olvidados después de actuar. Cada interacción era calculada con la precisión de un relojero cósmico, cada identidad desechada exactamente antes de volverse sospechosa.
Y así, como fantasmas benevolentes, tejían su influencia en el tapiz de Eldoria - invisibles, indispensables, impecables en su discreción. El mundo cambiaba bajo sus manos ocultas, y nadie, excepto ellos mismos, sabía la verdadera magnitud de su intervención silenciosa.
Los Guardianes operaban sin distinciones ni prejuicios. Aunque su corazón se inclinaba naturalmente hacia los Elegidos - aquellos faros de fe que mantenían viva la llama de Elyssar en Eldoria -, su compasión no conocía límites. Para ellos, cada alma humana era un campo de batalla donde libraban su guerra silenciosa. A los creyentes los fortalecían con palabras que resonaban como ecos del mismo Dios Absoluto; a los perdidos los redimían con paciencia infinita.
Podían pasar décadas infiltrándose en la vida de un solo hombre, un general cruel o un mercader avaro, haciéndose pasar por su lugarteniente leal o su socio de negocios. Compartían sus fatigas, sus victorias mezquinas, incluso sus pecados menores, todo con un propósito sublime: sembrar en ellos la semilla de la duda. No con sermones, sino con actos. Un Guardián podía dejar caer intencionalmente su bolsa de monedas frente a un mendigo hambriento, solo para que su compañero corrupto viera el efecto de un simple acto de bondad. O contener su fuerza sobrehumana al ser golpeado en una taberna, mostrando que la verdadera fortaleza no siempre necesita demostrarse.