Desde las profundidades de Nýxvaros, donde el tiempo se pudría como fruta olvidada y las sombras respiraban con pulso de bestia herida, los ángeles caídos observaban. Sus ojos, llagas abiertas en el rostro de la eternidad, seguían cada movimiento en Eldoria con una lucidez que solo el odio podía otorgar.
Lo sabían todo.
Atestiguaron cómo los Guardianes se deslizaban entre los humanos como brisas doradas, cómo sus voces se mezclaban con las risas en las tabernas y los susurros en los templos. Los vieron inclinarse para ayudar a un anciano a cargar su leña, compartir pan con mendigos cuyas manos temblaban de hambre, o quedarse hasta el alba escuchando las dudas de un herrero que ya no creía en nada. Cada gesto, cada palabra calculada, era un ladrillo en el muro que reconstruía la fe en el Dios Absoluto.
Y lo más cruel: no podían detenerlos.
El Pacto los ataba tanto como a sus enemigos. No había ejércitos que enviar, ni gritos que ahogaran aquellos actos silenciosos de compasión. Solo les quedaba el ardor de la impotencia, un veneno que corroía sus entrañas mientras, en las aldeas humanas, la luz crecía como hierba entre las grietas de su oscuridad.
Pero los caídos no olvidaban. Y en las sombras, donde ni los Guardianes podían escuchar, comenzaron a tejer su respuesta. Porque si no podían romper el Pacto… tendrían que corromper a aquellos por quienes los Guardianes habían bajado del cielo.
En la sima de su miseria, los ángeles caídos palpaban los límites de su impotencia como una herida que nunca cicatrizaba. Sabían que revelar la verdad sería abrir las compuertas del caos: si los humanos descubrían la naturaleza divina de los Guardianes, si veían tras sus máscaras de carne el fulgor de Aetheris, todo su tejido de mentiras se desmoronaría como un castillo de huesos.
Las pruebas serían irrefutables. Los milagros discretos, las coincidencias imposibles, la fe que renacía en los lugares más yermos… Todo apuntaría a una verdad que los caídos habían enterrado bajo siglos de susurros venenosos. Los hombres alzarían la vista hacia el Dios Absoluto con ojos limpios de engaño, y el camino a Elyssar —ese reino prohibido— se iluminaría ante ellos como un sendero de estrellas.
Y entonces, Nýxvaros se quedaría vacío.
El pensamiento los consumía como un fuego inverso, helado y voraz. Necesitaban el sufrimiento humano como los condenados necesitan el aire: cada grito de desesperación era un bálsamo para su agonía eterna, cada lágrima de miedo, un fruto amargo que los mantenía vivos. Si los Guardianes seguían sembrando esperanza en los surcos de Eldoria, si su influencia crecía hasta volverse indetenible, la humanidad ascendería como un vuelo de pájaros hacia un amanecer sin fin.
Y eso… eso era inconcebible.
En las sombras, donde ni siquiera el eco de las plegarias llegaba, los caídos apretaron sus garras astilladas. No importaba el precio. No importaba el riesgo. Detendrían a los Guardianes, incluso si para ello tenían que incendiar el cielo y sembrar el odio en el corazón de cada criatura mortal. Porque el futuro de los humanos no les pertenecía.
Les pertenecía a ellos.
Ante la imposibilidad de un enfrentamiento directo, los ángeles caídos recurrieron al arma más antigua de todas: la paciencia perversa. Sabían que los Guardianes, atados al Santuario del Dios Absoluto, eran inmunes a sus ataques frontales. Pero toda luz, por pura que fuera, proyectaba una sombra. Y en esa sombra, los caídos cavarían su trampa.
No buscarían destruirlos con fuerza bruta, sino envenenar su esencia desde dentro. Sembrarían la discordia entre ellos, alimentarían sus dudas, los empujarían al abismo de sus propias contradicciones. Harían que su naturaleza humana —aquellos frágiles hilos de barro y sueños que el Creador había tejido en su ser— se convirtiera en su perdición.
El consejo de los Heraldos Caídos resonó en las profundidades de Nýxvaros como un eco de voces olvidadas.
—Corromperlos será difícil —admitió Erevan, antes el Portador de la Gracia, mientras sus alas rotas se estremecían como telarañas al viento—. No podemos alcanzar Aetheris con nuestros susurros. Concentrémonos en los que caminan ahora en Eldoria.
Orisiel, cuya grandeza pasada aún brillaba en sus ojos como un faro apagado, negó con lentitud.
—No será suficiente. Ellos llevan dentro tanto de lo divino como de lo humano. Su parte celestial los protege.
Azarel, quien fue el Guardián de la Sabiduría Eterna, añadió con amargura:
—Todo habría sido más sencillo si fueran puros, como los primeros eldorianos.
Fue entonces cuando Ishmir, el Señor de los Vientos Celestiales, cuando era un heraldo que vivía en Elyssar, alzó su voz.
—Siento una perturbación en los fragmentos del umbral de Eldoria —anunció, su mirada estaba perdida en las tinieblas como si vislumbrara algo que los demás no podían ver—. Iré a investigar. Ustedes, sigan con lo nuestro.
Sin más deliberación, los Heraldos sellaron su acuerdo. Si no podían quebrar a los Guardianes desde fuera, lo harían desde dentro. Mientras se dispersaban en la penumbra, los ángeles menores —aquellos que habían caído junto a ellos— continuaban su obra en las profundidades de Nýxvaros. Los gritos de las almas atormentadas, aquellos humanos que habían elegido la oscuridad sobre la luz, llenaban el aire como un canto macabro. Cada lamento, cada súplica ahogada, era un recordatorio de lo que estaba en juego.
Los caídos no tenían prisa. El tiempo, después de todo, siempre había sido su aliado. Y esta vez, jugarían su partida hasta el final.
Desde las celdas de su prisión eterna en Nýxvaros, donde el tiempo goteaba como veneno de una herida que nunca cicatrizaba, los ángeles caídos desataron su nuevo arsenal. Sus voces, afiladas como cuchillas oxidadas, comenzaron a filtrarse a través de los poros de la realidad. No eran gritos estridentes que rasgaran el velo cósmico, sino susurros insidiosos que se colaban como humo entre las grietas del mundo.