Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO IX: El Encuentro en el Río de Élethion

La ciudad de Élethion, corazón palpitante de Aetheris, brillaba bajo un cielo que nunca conocía el ocaso. Sus torres, talladas en cristal y piedra primordial, se elevaban hacia las alturas como cánticos congelados en el tiempo, sus arcos y columnas trazaban geometrías sagradas que desafiaban los ojos mortales. Entre sus muros, los jardines florecían con una paleta de colores imposibles: púrpuras que vibraban como notas musicales, dorados que respiraban con luz propia, verdes tan profundos que parecían contener bosques enteros en cada pétalo.

En el Jardín de Lirian, donde las flores susurraban secretos al viento y los árboles extendían sus ramas en patrones celestiales, un niño llamado Antonio correteaba sin preocupaciones. Su curiosidad era tan vasta como el cielo sobre él; cada hoja, cada insecto, cada destello de luz en las fuentes era un misterio por descubrir. Aquella tarde, sus pies descalzos lo llevaron hasta la orilla del Río Esmeralda, cuyas aguas transparentes fluían con la cadencia de una melodía antigua.

Antonio se arrodilló en la hierba suave, inclinándose sobre el agua. Su reflejo se mezclaba con el cielo eterno, creando la ilusión de que flotaba entre nubes doradas. Fascinado, extendió la mano para tocar la superficie, riendo cuando mil destellos danzaron alrededor de sus dedos. No notó —no podía notar— la presencia que surgió de la nada al otro lado del río. Una figura silenciosa, inmóvil como las estatuas que custodiaban los caminos de Aetheris, lo observaba con ojos que guardaban la sabiduría de eones.

El susurro surgió desde la orilla opuesta, una voz que parecía tejida con los hilos más finos del crepúsculo. Antonio sintió cómo un escalofrío le recorría la espalda, como si alguien hubiera pasado un dedo de hielo por su nuca. Lentamente, alzó la mirada del agua cristalina.

Allí, entre los juncos que se mecían al compás de una brisa inexistente, estaba él. Un joven de cabellos negros como alas de cuervo y ojos profundos que guardaban eones de historias no contadas. Su rostro - apenas mayor que el de un adolescente en los años de Eldoria - mostraba una expresión desgarradora: sonreía, pero esa sonrisa estaba teñida de una melancolía que hizo que el corazón del niño se encogiera.

Pero lo verdaderamente aterrador llegó cuando esos labios pronunciaron su nombre.

"Antonio..."

El niño dio un respingo, sus ojos se abrieron como platos. ¿Cómo podía aquel extraño conocerlo? Las preguntas se agolparon en su mente infantil: ¿Era un Guardián? ¿Un espíritu del jardín? ¿Por qué su voz sonaba tan familiar, como un recuerdo olvidado?

Antes de que pudiera articular palabra, antes incluso de que su pequeña mano se alzara en un gesto de saludo, el joven se desvaneció. No hubo destello de luz ni explosión de energía - simplemente dejó de estar allí, como si nunca hubiera existido. Solo quedó, flotando en el aire donde un instante antes había estado, un rastro de ceniza oscura que el viento de Aetheris se llevó como si fuera polvo de estrellas muertas.

Antonio se quedó inmóvil con la mano todavía extendida hacia la nada. El río seguía fluyendo, las flores seguían susurrando, pero el mundo ya no era el mismo. Algo había cambiado. Algo que él, en su inocencia, no podía comprender... pero que algún día entendería.

Un latido extraño estremeció el pecho de Antonio, como si un hilo invisible tirara de él hacia las aguas. Dio un paso inconsciente hacia adelante, atraído por una fuerza que no comprendía. Pero el borde del río, traicionero y resbaladizo, le jugó una mala pasada. Su pie perdió contacto con la tierra firme y, en un instante que pareció dilatarse eternamente, su pequeño cuerpo se precipitó hacia las aguas cristalinas.

El río, que momentos antes parecía manso y amigable, se transformó en un monstruo voraz. Las corrientes, más fuertes de lo que cualquier niño podría resistir, envolvieron a Antonio como brazos líquidos, arrastrándolo con una velocidad aterradora hacia lo profundo. Sus brazos se agitaron inútilmente, sus gritos se ahogaron en burbujas silenciosas mientras la luz de la superficie se alejaba cada vez más.

Un grito desgarrador rasgó la paz del Jardín de Lirian.

—¡Antonio!

Caroline, su compañera de juegos y confidente de aventuras, había presenciado la escena con ojos que se dilataron de horror. Sus pequeñas manos se aferraron a su vestido mientras veía cómo las aguas se cerraban sobre su amigo, tragándolo como si nunca hubiera estado allí. El mundo pareció detenerse por un instante infinito, hasta que el instinto de supervivencia superó al shock.

Sin perder un segundo más, sus pies descalzos levantaron polvo dorado al emprender una carrera desesperada. Cada zancada era un latido, cada jadeo una plegaria silenciosa. Sabía que no podía enfrentarse sola al río traicionero - necesitaba ayuda, y la necesitaba ahora. Entre lágrimas que nublaban su visión, Caroline corrió como nunca antes lo había hecho, con un solo nombre atrapado entre los labios, convertido en un mantra de esperanza:

—¡Antonio! ¡Antonio!

Los minutos se extendieron como siglos, cargados de una angustia palpable que contaminó el aire dorado de Aetheris. En el Santuario, los Guardianes sintieron un escalofrío recorrer sus venas al mismo tiempo - la armonía perfecta de su mundo había sido violada. El grito desesperado de Caroline, impregnado de puro terror infantil, resonó como una campana de alarma en sus mentes.

Tres figuras luminosas se materializaron junto al río en un destello de energía pura. Sus manos se extendieron simultáneamente, emanando poder para domar las aguas embravecidas. Pero el tiempo, ese viejo enemigo, les había ganado la partida. Antonio ya había sido arrastrado hasta el borde de la Gran Catarata de Elyria, donde las aguas de Aetheris caían al vacío en un espectáculo normalmente majestuoso, ahora convertido en una pesadilla.

El más veloz de los Guardianes, un guerrero cuya estela dejaba arcoíris en el aire, se lanzó al abismo con la determinación de un rayo. Su descenso desafió las leyes de la física, alcanzando al niño justo cuando el borde de las rocas afiladas asomaba bajo la cortina de agua. Sus brazos envolvieron el pequeño cuerpo con suavidad milimétrica, evitando el impacto mortal... pero no el daño.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.