Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO X: Cicatrices del Destino

El pequeño cuerpo de Antonio fue transportado con urgencia al Santuario de Sanación, ese sagrado recinto donde las paredes mismas respiraban con la energía primordial de Aetheris. Las bóvedas de cristal filtraron una luz dorada sobre el niño mientras los sanadores más experimentados se reunían alrededor, sus rostros fueron graves al detectar la extraña marca que corrompía su esencia vital.

Sus padres llegaron con el corazón en pedazos. La madre, una tejedora de realidades menores, se derrumbó al ver a su hijo pálido como la luna; el padre, un arquitecto de geometrías sagradas, apretó los puños hasta hacer sangrar sus palmas. Ningún poder divino podía preparar un corazón para ver a su descendencia al borde del abismo.

Días y noches se fundieron en un eterno velar. Los curanderos, cuyas manos habían reconstruido estrellas y sanado fracturas dimensionales, se encontraron desconcertados. La herida de Antonio no obedecía a las leyes conocidas - era como si algo le hubiese robado pedazos de su alma, dejando huecos que la energía vital rehusaba llenar. Sin embargo, contra todo pronóstico, el niño resistió. Su espíritu, aunque marcado, se aferró a la existencia con una tenacidad que conmovió hasta al más anciano de los Guardianes.

Cuando las lunas de Aetheris completaron su tercer ciclo, los párpados de Antonio por fin se estremecieron. Caroline, que había permanecido fiel a su lado como una sombra amorosa, sintió cómo sus dedos se movían entre los suyos.

—¡Despertaste! —su voz rompió en un sollozo de alivio, mientras las lágrimas caían sobre sus manos entrelazadas.

La recuperación fue un viaje lento a través del dolor. Cada paso reaprendido, cada risa que volvía a brotar de sus labios, cada golpe de espada de entrenamiento que resonaba en el patio de los aprendices, eran victorias celebradas en silencio por su familia. Pero en las noches, cuando todos creían dormido, Antonio se despertaba sobresaltado, sus pequeños dedos buscaban inconscientemente el lugar del pecho donde una extraña marca en forma de espiral había quedado grabada - invisible para todos excepto para él.

Lo que ninguno de ellos sabía, ni siquiera los sabios del Santuario, era que aquel accidente no había sido tal. El río no lo había arrastrado por casualidad, y la presencia del misterioso joven era más que una aparición fugaz. Antonio, en su inocencia, se había convertido sin saberlo en el punto de convergencia de fuerzas antiguas. Su recuperación no era el final, sino el primer movimiento en un juego cósmico cuyas reglas solo los Caídos conocían.

Los ciclos de Aetheris giraron inexorables mientras Antonio y Caroline crecían codo con codo. De aquellos niños curiosos que jugaban en los jardines de Lirian, emergieron dos guerreros cuyas habilidades resonaban en armonía perfecta. Sus espadas trazaban círculos de luz en los campos de entrenamiento, sus cuerpos se movían con la gracia sincronizada de quienes han compartido cada respiro. Y en algún momento entre meditaciones al alba y batallas simuladas al atardecer, el cariño de la infancia se transformó en algo más profundo, un amor que florecía como esas flores imposibles que solo crecían en Aetheris.

Juntos exploraron los rincones de Élethion: escalaron las Torres Cantarinas cuyos escalones emitían notas al ser pisados, descifraron los jeroglíficos luminosos en el Templo del Primer Pacto, y superaron las Pruebas de los Siete Círculos, donde la energía pura ponía a prueba su resistencia física y espiritual. Cada experiencia los unía más, tejiendo un vínculo que parecía indestructible.

Hasta que una tarde, mientras descansaban en los Campos de Aelindra donde la hierba brillaba con el último resplandor del día, Antonio rompió el hechizo de su felicidad con palabras que cortaron el aire como cuchillas:

—Quiero conocer el mundo de los humanos.

Caroline giró bruscamente la cabeza, sus ojos oscuros —tan parecidos a los de Antonio, pero ahora llenos de desconcierto— buscaron los de él como si esperara encontrar una broma escondida en su mirada. Pero solo halló una determinación que la heló hasta los huesos.

—¿Qué estás diciendo? —su voz sonó más áspera de lo que pretendía, sus manos se aferraron involuntariamente a los mechones de hierba luminosa.

Antonio no apartó la vista del horizonte, donde los bordes de Aetheris se fundían con el velo dimensional. —Siempre hemos vivido aquí, entre estas mismas torres, estos mismos jardines... Pero hay un mundo entero más allá, Caroline—. Uno donde los humanos aman, pelean y mueren sin saber que existimos. ¿No sientes curiosidad? ¿No quieres saber cómo es realmente la vida sin la perfección eterna de Aetheris?

Un escalofrío recorrió la espalda de Caroline. —No es nuestro lugar —murmuró, pero incluso ella escuchó el temblor en sus palabras—. No entiendes lo peligroso que puede ser. Los Caídos, la corrupción... Lo que te pasó cuando eras niño podría—

—Podría no haber pasado nunca si hubiéramos sabido cómo protegernos —interrumpió Antonio, sus ojos ahora estaban encendidos con una pasión que Caroline nunca le había visto. —No quiero vivir toda mi vida entre estas paredes, ignorante de lo que hay más allá. No quiero quedarme sin saberlo—.

Caroline sintió cómo algo se quebraba en su pecho. No eran sus palabras lo que la asustaba, sino la convicción absoluta en su voz. Esta no era una fantasía pasajera de Antonio, sino una decisión tomada en lo más profundo de su ser. Y ella, que lo conocía mejor que a nadie, supo en ese instante que ningún argumento, ninguna súplica lo haría cambiar de opinión.

Pero tampoco podía aceptarlo. Porque más allá del peligro, más allá del deber de los Guardianes, había una verdad simple y devastadora: ella no podía soportar la idea de perderlo. No otra vez. No después de casi haberlo visto morir una vez. Sus dedos se cerraron alrededor del medallón que Antonio le había regalado en su decimoséptimo ciclo, como si ese pequeño objeto pudiera anclarlo a su lado para siempre.




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