Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XI: Rumbo al Mundo Humano

Los días de recuperación se arrastraron como un río de miel bajo el sol estático de Aetheris, pero al fin, Antonio cruzó el umbral del Santuario de Sanación, dejando atrás el aroma a hierbas sagradas y el murmullo de los sanadores. Su cuerpo, aunque rehecho, llevaba marcas invisibles; un peso nuevo en los hombros, una sombra en la mirada que antes brillaba con la curiosidad del aprendiz.

Al regresar a la morada familiar, sus padres lo recibieron con abrazos que duraron demasiado y silencios que hablaron más que las palabras. Las manos de su madre, María, temblaron al rozar su rostro, como si temieran que se desvaneciera al contacto. Su padre, Osbaldo, observó los ojos de Antonio buscando al hijo que conocía y encontrando, en su lugar, a un desconocido que había regresado del borde de algo más profundo que la muerte.

Esa noche, bajo la luz de las lámparas flotantes que proyectaban constelaciones efímeras sobre la mesa, Antonio rompió el hechizo del silencio.

—Quiero ir al mundo humano.

Las palabras cayeron como una losa en el aire quieto. Su madre apartó los ojos del plato, donde las frutas luminosas de Aetheris habían perdido su brillo. Su padre dejó escapar un suspiro que pareció arrastrar consigo años de resignación.

—¿Estás seguro de esto? —preguntó, con una voz que no era reproche, sino advertencia.

Antonio no vaciló.

—Sí. Necesito pisar su tierra, respirar su aire caótico, entender por qué luchan, por qué aman y por qué mueren sin conocer la perfección de Elyssar.

Un diálogo mudo pasó entre sus padres, escrito en el lenguaje de las cejas fruncidas y los labios apretados. Finalmente, su madre extendió la mano y cubrió la de Antonio, como si sellara un pacto no con el hijo que partía, sino con el fantasma que regresaría.

—No te detendremos —dijo su padre—. Pero lleva esto en tu corazón: dondequiera que vayas, no eres uno de ellos. Eres Guardián, y tu propósito trasciende su fugaz existencia.

Antonio asintió, sintiendo un alivio agridulce. Sabía que aún era demasiado joven para partir sin restricciones, pero el permiso de su familia era el primer paso en un camino que ya había comenzado a trazar dentro de sí. Esa noche, mientras las estrellas de Aetheris cantaban su canción eterna, Antonio miró hacia el horizonte donde el velo entre mundos era más delgado, y por primera vez desde el accidente, sintió que algo dentro de él latía con fuerza otra vez.

Los días siguientes transcurrieron entre preparativos silenciosos y despedidas no dichas. Antonio reunió lo indispensable: un manto tejido con hilos de Aetheris que se adaptaría a las estaciones humanas, un vial de esencia estelar para sanar heridas menores (aunque sabía que su uso estaría limitado por el Pacto), y un diario vacío, cuyas páginas esperaban llenarse con los secretos de un mundo que solo había conocido a través de los relatos de los Guardianes.

Había elegido con cuidado su destino: un pueblo humano perdido entre colinas, donde el humo de los hogares se enroscaba al amanecer como ofrendas al cielo. No quería las grandes ciudades, con sus murallas de piedra y sus mercados bulliciosos; anhelaba la verdad cruda, la vida tejida en los surcos de la tierra, donde la risa y el dolor no se escondían tras máscaras de civilización.

Cuando llegó al Santuario de la Conexión, el aire vibró con una energía antigua. Las paredes, talladas con runas que narraban los viajes de mil Guardianes antes que él, parecieron inclinarse para observarlo. Fue recibido por un anciano de túnica blanca, cuyo rostro estaba marcado por siglos de contemplar el flujo de las realidades. Sus ojos, claros como el cristal de los ríos primigenios, atravesaron a Antonio como si leyeran no solo su presente, sino todos los futuros posibles que se desplegaban ante él.

—Tu alma ya ha tomado una decisión —dijo el anciano, y su voz resonó como un eco que venía del fondo del tiempo—. Que tu camino te guíe, joven Antonio, aunque no siempre te lleve donde esperas.

Antonio asintió, sintiendo el peso de aquellas palabras. No había bendición en ellas, ni maldición; solo un reconocimiento solemne de que su elección ya había alterado el tejido de su destino.

Entonces, el portal se activó. Un brillo azul, frío como el corazón de una estrella recién nacida, envolvió su cuerpo. Por un instante, Antonio sintió cómo cada partícula de su ser se deshilachaba y recomponía, cómo el tiempo y el espacio se curvaban a su alrededor. Y luego, como un suspiro en el viento, desapareció de Aetheris.

El rumor llegó a Caroline como un viento helado que se cuela por las grietas de una ventana cerrada. Antonio había partido. Las palabras resonaron en su mente con un eco hueco, como una campana golpeando en el vacío. Sintió cómo algo se desgarraba en su pecho - no su corazón, sino ese espacio intangible entre alma y cuerpo donde habitan los sueños compartidos.

Sabía que esto era inevitable. Había visto la determinación arder en los ojos de Antonio aquel día en los campos de Aetheris, más brillante que las torres cristalinas de Élethion al mediodía. Él siempre cumplía sus promesas, incluso aquellas que le costaban lágrimas de sangre. Pero el conocimiento racional no aliviaba el dolor visceral que ahora la atravesaba como una espada de luz.

¿Por qué le dolía tanto? La pregunta se enredó en sus pensamientos como una enredadera venenosa. No era solo el amor perdido, ni siquiera la culpa por aquel golpe que casi le arrebata la vida. Era algo más profundo: la certeza de que Antonio se adentraba en un abismo del que quizás ninguno de los dos regresaría intacto.

Los días siguientes fueron un torbellino de determinación febril. Caroline, cuya voluntad había forjado estrellas en los campos de entrenamiento, dirigió toda su obstinación hacia un solo propósito. Convenció a su familia con argumentos cuidadosamente tallados - necesitaba comprender el mundo humano, estudiar sus peligros, fortalecer su espíritu. No mencionó a Antonio. No hizo falta. La manera en que sus padres intercambiaron miradas le dijo que conocían la verdad oculta entre sus palabras.




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