Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XII: Caminos Cruzados

El bosque se abrió ante Antonio como un suspiro verde. El aire, cargado del rocío matinal y el aroma terroso de la hojarasca, le rozó la piel con una frescura que jamás había experimentado en Aetheris. Los pájaros tejían su canto en una melodía imperfecta y vibrante, tan distinta a las armonías calculadas de su mundo natal. Por un momento, Antonio cerró los ojos y dejó que esos sonidos lo inundaran, sintiendo por primera vez el pulso salvaje y desordenado de la Tierra.

Siguió el sendero que serpenteaba entre los árboles, sus pies descalzos (había abandonado las sandalias doradas de Guardián como un acto simbólico) se hundían en el barro fresco. Cada paso lo acercaba a un panorama que lo detuvo en seco: el pueblo se extendía en el valle, un mosaico de techos de paja y paredes de madera ahumada por los hogares. El humo se elevaba en espirales perezosas, mezclándose con el aroma a pan recién horneado que llegaba hasta él. Era pobre, era pequeño, era perfecto.

Pero la realidad pronto golpeó. Sin monedas, sin nombre humano, sin historia que contar, Antonio se convirtió en un espectro errante. Las miradas curiosas de los aldeanos lo seguían como sombras, susurros que se apagaban cuando él se acercaba. Hasta que una tarde, mientras observaba a los niños perseguir gallinas en la plaza, una voz cálida lo sacó de su ensimismamiento.

—¿Estás solo, muchacho?

Víctor, el herrero, tenía las manos marcadas por el fuego y los ojos brillantes como carbones al rojo vivo. A su lado, Elena sostenía una cesta de manzanas, su delantal estaba manchado de harina. Antonio, acostumbrado a las verdades a medias de los Guardianes, respondió con un simple "sí" que sonó más vulnerable de lo que pretendía.

Elena no esperó explicaciones. Intercambió una mirada con su esposo —ese lenguaje silencioso de quienes han compartido una vida entera— y extendió la mano hacia Antonio como quien ofrece agua en el desierto.

—Si no tienes a dónde ir, puedes quedarte con nosotros.

La sorpresa le cortó el aliento. En Aetheris, la ayuda siempre venía con condiciones, con lecciones que aprender. Esta generosidad sin ataduras le quemó los ojos con unas lágrimas que atribuyó al humo de la fragua cercana.

Los días siguientes fueron una revelación continua. Aprendió a distinguir el suelo fértil del estéril, sus manos divinas temblaban al arrancar la primera zanahoria como si profanara algo sagrado. Las noches junto al fuego, escuchaba las historias que Víctor contaba a los niños, le hicieron entender que la sabiduría no solo habitaba en las bibliotecas de cristal de Aetheris. Y cuando la pequeña Clara, la hija menor, le tomó la mano confiada para mostrarle un nido de pájaros, Antonio sintió algo que no estaba en los textos de los Guardianes: un calor en el pecho que no provenía del collar que le regalaron sus padres, sino de ese dos por ciento de humanidad que ahora latía con fuerza inesperada.

Era más que curiosidad. Era pertenencia.

El mundo humano, sin embargo, recibió a Caroline con dureza.

Mientras el portal se cerraba a sus espaldas, un viento frío la envolvió, cargado de olores desconocidos: tierra húmeda, hierba pisada, el rastro metálico de una tormenta lejana. No estaba en un bosque luminoso como Antonio, sino en un camino solitario, flanqueado por árboles cuyas ramas se retorcían como garras contra el cielo crepuscular. Las sombras parecían alargarse hacia ella, como si el mismo mundo la rechazara.

No había recorrido ni medio kilómetro cuando los escuchó: pisadas pesadas, risas ásperas que cortaban la quietud. Cuatro figuras emergieron de la penumbra, sus siluetas estaban deformadas por el juego de luces del atardecer.

—No deberías estar aquí sola, muchacha —dijo el más alto, mostrando una sonrisa donde faltaban dientes. Su aliento olía a alcohol barato y carne rancia.

Caroline no se inmutó. En Aetheris, estos hombres no habrían sido más que motas de polvo ante su poder. Pero aquí, bajo las reglas del Pacto, solo podía defenderse sin revelar su verdadera naturaleza.

El hombre extendió una mano callosa hacia su rostro.

Fue entonces cuando lo hizo.

Un destello dorado, apenas perceptible, brilló en sus pupilas. Su aura divina se expandió como una onda silenciosa, impregnando el aire con el peso de lo celestial. No fue un ataque, ni una amenaza explícita—solo un recordatorio. El instinto ancestral del ser humano ante lo divino.

Los hombres palidecieron. El que estaba más cerca retrocedió como si hubiera tocado fuego, sus ojos se dilataron por un terror primitivo.

—No te metas con lo que no comprendes… —susurró Caroline, y su voz, aunque tranquila, resonó con una autoridad que no pertenecía a este mundo.

No hubo necesidad de más. Los forasteros huyeron, sus pasos desordenados levantaron polvo en el camino. Caroline los observó irse, pero no hubo satisfacción en su mirada, solo una fría determinación.

Siguió caminando.

El pueblo apareció horas después, pequeño y humilde bajo la luz de la luna. Las calles estaban quietas, salvo por el ocasional ladrido de un perro o el suspiro del viento entre las casas de madera. Caroline respiró hondo, sintiendo el peso de su decisión.

Antonio estaba aquí. En algún lugar entre estas paredes toscas y estos senderos de tierra, él caminaba, vivía, respiraba.

Y ella lo había lastimado.

No era solo el golpe en los campos de Aetheris. Era la rabia, el miedo, la incapacidad de entender su necesidad de partir. Ahora, en este mundo extraño, con el eco de su propia culpa resonando en su pecho, Caroline comenzó su búsqueda.

No sabía qué le diría cuando lo encontrara.

Pero sabía que debía hacerlo.

Días después, el hacha de Antonio golpeó con ritmo constante la madera agrietada de la carreta, cada impacto liberaba pequeñas astillas que brillaban como oro bajo el sol matutino. El sudor le recorría la espalda bajo la sencilla túnica de lino que ahora usaba, tan distinta a los vestidos de energía tejida de Aetheris. Víctor le había enseñado que la madera de roble tenía que ser tratada con paciencia—demasiada fuerza y se quebraría, muy poca y no cedería. La lección le recordó extrañamente sus entrenamientos como Guardián.




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