Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XIII: La Luz en la Oscuridad

Los días se desplegaron como un pergamino dorado ante ellos. Antonio descubrió que el tiempo humano tenía una cualidad distinta—no era el flujo eterno y predecible de Aetheris, sino algo frágil y precioso como el rocío en los pétalos al amanecer. Cada mañana traía una revelación nueva:

El estruendoso coro de risas infantiles al perseguir mariposas en el prado, tan distinto al comedido regocijo de los niños guardianes. Las manos callosas del herrero, que transformaban el metal en bruto en herramientas con la misma devoción con que los sabios de Aetheris moldeaban energía divina. Y, sobre todo, la quieta resistencia de los campesinos cuando la sequía amenazaba los cultivos o las heladas quemaban los brotes tiernos—no se quejaban al Dios Absoluto, simplemente se arremangaban y volvían a trabajar.

Una tarde, mientras ayudaba a reconstruir el granero después de una tormenta, Antonio tuvo una epifanía que le detuvo las manos en medio del trabajo. El mandato de proteger a la humanidad ya no era una orden divina grabada en su esencia de Guardián. Había crecido en él algo más profundo: un amor genuino por estos seres efímeros que, contra toda lógica cósmica, encontraban belleza en lo transitorio y fuerza en la vulnerabilidad.

A su lado, Caroline floreció como una enredadera que finalmente encuentra el sol. Las noches bajo techo de paja, compartiendo un único cobertor. Los paseos furtivos al arroyo donde ella le enseñaba a tejer coronas de flores silvestres y él le mostraba cómo hacer que las piedras saltaran sobre el agua. Cada gesto cotidiano era un hilo que cosía las heridas del pasado.

Cuando la luna llena plateó los campos de trigo, Caroline lo llevó al claro donde los jóvenes del pueblo solían declarar su amor. Sin ceremonias grandilocuentes, sin testigos celestiales, le entregó un anillo tejido con tallos de trigo y el cabello de ambos.

—Según las tradiciones humanas—susurró, atando el círculo a su dedo—esto significa que eliges ser mi hogar, como yo elijo ser el tuyo.

Antonio respondió sellando el pacto con un beso que sabía a pan recién horneado y a futuro.

Pero en las sombras del bosque cercano, donde ni la luz de la luna ni el calor de los corazones humanos llegaban, algo observaba. Las hojas susurraban con una voz que no era del viento. Las aguas del arroyo llevaban, mezclado con su canto, un eco de risa antigua y rota.

Los ángeles caídos no habían olvidado.

Y mientras la felicidad de los dos guardianes alcanzaba su cenit, en Nýxvaros se tejía la traición perfecta—una que no atacaría sus cuerpos, sino el mismo amor que los había hecho vulnerables.

Orisiel observaba desde las sombras de Nýxvaros, su presencia estaba oculta como una mancha de tinta en la noche. Sus ojos, fragmentos de estrellas apagadas, seguían cada movimiento de los dos guardianes con la paciencia de un depredador que conoce el valor de esperar. Antonio y Caroline habían cometido el error más peligroso: olvidar su verdadera naturaleza. Vivían como humanos, amaban como humanos, y ahora, eran vulnerables como humanos.

Una sonrisa retorcida, cargada de siglos de astucia, se dibujó en su rostro desfigurado. "Jugaremos a tu nuevo juego, guardianes," pensó, mientras sus garras espectrales se cerraban alrededor de su corazón y dirigía su mirada sobre una ciudad cercana al pueblo.

La corrupción comenzó como siempre lo hacía: con un susurro.

Orisiel se deslizó en los sueños de los líderes, alimentando sus ambiciones con mentiras dulces como vino envenenado. "Ese pueblo es un nido de rebeldes," cuchicheó en el oído del comandante militar mientras dormía. "Sus cosechas deberían ser vuestras. Su tierra os pertenece por derecho."

Al amanecer, las palabras del ángel caído habían echado raíces. Los líderes se reunieron en salones de mármol manchados por la ambición, trazando planes sobre mapas.

Tres días después, el tambor de guerra retumbó en el horizonte al anochecer.

Antonio estaba reparando el tejado de la casa donde vivía con Caroline cuando el sonido lo paralizó. Caroline, que hilaba lana junto al fuego, dejó caer la rueca al sentir el eco siniestro a través de su conexión con él.

Los aldeanos corrían por las calles, sus gritos estaban entrecortados por el pánico:

—¡El ejército de la ciudad baja por el camino real! —¡Dicen que quemarán todo!

Antonio saltó desde el techo, aterrizando con la gracia sobrenatural que tanto tiempo había ocultado. Sus ojos dorados brillaron con una intensidad olvidada al encontrar los de Caroline.

No hacían falta palabras.

Los tambores sonaban más cerca.

El viento llevó el olor a metal y cuero quemado.

En algún lugar entre las sombras, Orisiel reía.

El aire se espesó con el olor a paja quemada y carne chamuscada. Antonio corrió entre calles convertidas en trampas de fuego, esquivando vigas derrumbadas que crujían como huesos rotos. A lo lejos, el sonido metálico de espadas que chocaban contra guadañas campesinas se mezclaba con los alaridos de los moribundos.

Cuando llegó a la casa de Víctor, el marco de la puerta ya ardía. Dentro, el herrero y su esposa empujaban contra la entrada una mesa volcada, mientras los niños—esa docena de huérfanos que habían acogido como propios—gritaban apiñados en un rincón. La escena le atravesó el pecho: Víctor, con los brazos sangrando por forcejear con los soldados, tenía la misma mirada que cuando enseñaba a Antonio a templar acero—firme, imperturbable, incluso ante lo inevitable.

—¡Tengo que luchar! —rugió Antonio y sus puños brillaron con un destello dorado prohibido mientras que su aura divina comenzaba a rodear todo su cuerpo.

Víctor lo miró como nunca antes—no como al muchacho perdido que habían acogido, sino como a un ángel que contaban algunas leyendas.

—¡Vete! —su voz cortó el humo como un yunque partiendo hierro al rojo—. No moriré viendo a un ángel ensuciando sus manos con sangre humana.




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