El camino los llevó a través de ciudades que se alzaban como cicatrices en el paisaje, cada una con sus heridas y sus historias. En una aldea escondida entre montañas, donde los habitantes vivían según las enseñanzas de los Elegidos, dejaron a Clara. La niña se aferró al medallón que Caroline le entregó—una pequeña estrella de Aetheris que brillaría en las noches oscuras—antes de desvanecerse entre el humo de los hornos de pan.
Se convirtieron en sombras errantes. Antonio aprendió el lenguaje secreto de los martillos en las fraguas, donde los herreros transformaban el dolor en herramientas. Trabajó junto a agricultores cuyas manos surcaban la tierra como sacerdotes bendiciendo un altar, y compartió el pan con mercaderes que contaban historias de tierras lejanas en lugar de monedas. Cada noche, al cerrar los ojos, veía el rostro de Víctor en cada anciano, el de Elena en cada mujer que ofrecía comida a un extraño.
—¿Lo ves? —le decía a Caroline con voz llena de asombro, señalando a un niño que reparaba el juguete roto de su hermano—. Ni siquiera conocen el Pacto, y aun así protegen lo que aman.
Caroline observaba en silencio. Mientras Antonio se maravillaba, ella sentía cómo algo se desgastaba dentro de sí, como una piedra preciosa perdiendo su brillo bajo el agua constante. Cada sonrisa que él dedicaba a los humanos, cada lágrima que derramaba por ellos, era un recordatorio de que su lugar en su corazón ya no era único.
Una noche, bajo un cielo tachonado de estrellas ajenas, la pregunta que llevaba meses quemándole la lengua finalmente escapó:
—¿Acaso piensas quedarte aquí para siempre?
El fuego de la hoguera crepitó entre ellos como un tercer interlocutor. Antonio apartó la vista hacia el horizonte, donde las luces de una aldea humana titilaban como luciérnagas.
—No lo sé... pero quiero seguir ayudándolos.
Caroline sintió cómo el vacío en su pecho se expandía. Jugueteó con el borde de su túnica—ya no las prendas relucientes de Aetheris, sino ropa áspera y teñida con tintes terrestres—y forzó una sonrisa que le sabía a ceniza:
—Quieres que te mande de nuevo al santuario de curación, ¿cierto?
La broma cayó como un hacha entre ellos. Antonio no rio. En el reflejo del fuego, Caroline vio cómo sus ojos oscuros—antes llenos de admiración por el mundo humano—ahora brillaban con algo nuevo: la dolorosa comprensión de que sus caminos se estaban bifurcando.
Y en las sombras más allá del círculo de luz, donde ni el calor de las llamas ni el amor de Antonio podían llegar, una presencia observaba. Orisiel no necesitaba susurrar mentiras esta vez. La semilla de la discordia ya había echado raíces.
Los años tejieron sus huellas en ellos. Antonio llevaba ahora las cicatrices del mundo humano—quemaduras de fragua en sus brazos, arrugas prematuras alrededor de los ojos de tanto reír bajo el sol inclemente. Caroline, en cambio, parecía tallada en mármol que el tiempo no podía erosionar; solo sus ojos, antes oscuros como el anochecer, habían perdido luminosidad.
El mensajero los encontró al atardecer, mientras ayudaban a reconstruir una aldea arrasada por las inundaciones. Su armadura brillaba con una pureza que ya les resultaba ajena, lastimando la vista como una antorcha en una cueva.
—El Consejo los reclama —anunció, y su voz resonó con ese tono de autoridad que solo conocían en sus pesadillas—. Han alcanzado la mayoría de edad. Es hora de regresar.
Antonio limpió el barro de sus manos con calma estudiada. Cada movimiento era deliberado, como si temiera que un gesto brusco pudiera romper el frágil silencio. Sabía lo que esto significaba: el fin de su exilio autoimpuesto, el momento de rendir cuentas por todo lo visto, lo aprendido... y lo amado.
—Entiendo —fue todo lo que dijo.
Caroline lo observó de reojo mientras recogía las herramientas. Notó cómo sus hombros se enderezaban, cómo su respiración se hacía más profunda. No era miedo lo que mostraba, sino determinación. Esa certeza le cortó la respiración.
En la posada aquella noche, con el mensajero durmiendo bajo un hechizo de letargo que Caroline había aprendido durante sus entrenamientos, finalmente hablaron.
—No puedes quedarte —susurró ella, clavando las uñas en el mantel de lana áspera—. El Consejo te obligará a renunciar a todo esto.
Antonio tomó sus manos, comparando sin querer sus palmas suaves con las callosidades de los granjeros que admiraba.
—Pediré permiso para proteger lo que amo, en cuanto regresemos a nuestro hogar.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier discusión. Caroline comprendió entonces la verdad: él tenía pensado vivir en Eldoria. Y ella... ella no estaba segura de tener valor para seguirlo en esa decisión.
Los tres días de gracia que se concedieron fueron un funeral disfrazado de despedida. Antonio visitó cada aldea como un penitente recorriendo altares, memorizando rostros que sabía no volvería a ver. Caroline, en cambio, se aferró a él con una desesperación muda, como si cada abrazo pudiera ser el último.
La mañana de la partida, mientras el mensajero ajustaba los cristales del portal, Caroline encontró a Antonio junto al río donde años atrás habían dejado a Clara.
—¿Estás listo? —preguntó, aunque la respuesta la aterraba.
Antonio sostuvo entre sus manos un puñado de tierra negra, humus fértil mezclado con semillas de trigo. Lo guardó en una bolsa de cuero.
—No —confesó—. Pero iremos igual al amanecer; hay un lugar que debemos visitar.
Existía un lugar que las cartas náuticas humanas no registraban, donde las brújulas giraban locas y las olas rompían contra los acantilados con furia de criatura herida. Los marineros más viejos contaban historias de una isla maldita—de cómo las nubes se enroscaban sobre ella como serpientes, y de voces que susurraban en la niebla para atraer a los barcos hacia los arrecifes afilados.
Pero para Antonio y Caroline, ese lugar había sido su secreto sagrado.