El amanecer tiñó el cielo de un color melancólico, ese tono pálido entre el gris y el rosa que solo existe en el limbo entre la noche y el día. Caroline observó cómo la primera luz se filtraba por las rendijas de la cabaña, iluminando las huellas de su vida compartida:
La muesca en el marco de la puerta donde Antonio medía su estatura cada año
Las iniciales talladas en la mesa que se habían borrado con el tiempo
El rincón donde el fuego había dejado una mancha negra cuando ella intentó cocinar para él
Respiró hondo, llenando sus pulmones con el aroma a madera envejecida y salitre que ya consideraba más hogar que las torres relucientes de Aetheris.
—Si algún día quieres volver… —su voz se quebró apenas, como las olas al chocar contra las rocas abajo— prométeme que lo harás conmigo.
Antonio se volvió hacia ella. La luz del amanecer le doraba el perfil, haciendo que por un instante pareciera el muchacho de diecisiete años que había construido esa cabaña con sus propias manos. Sus palmas, ásperas por años de trabajo humano, acuñaron su rostro con una ternura que contradijo su fuerza.
—Te lo prometo —susurró, y el viento se llevó las palabras como si dudara de su veracidad.
Se abrazaron junto a la puerta, en el mismo lugar donde años atrás se habían besado por primera vez en aquel lugar. Caroline memorizó la textura de su túnica contra sus dedos, el ritmo de su corazón, el modo en que su aliento calentaba su cabello. Sabía que cuando cruzaran el portal, nada volvería a ser igual.
Sin mirar atrás, cerraron la puerta de madera petrificada con un crujido que sonó a despedida definitiva.
El camino hacia la costa estaba cubierto de flores silvestres que Caroline había plantado una primavera lejana. Antonio las pisó sin darse cuenta, su mirada estaba fija en el horizonte donde pronto aparecería el portal.
En el último risco antes del descenso, se detuvieron al unísono. El mar se extendía ante ellos, infinito e indiferente.
—¿Lista? —preguntó él, extendiendo la mano.
Caroline dudó. No era el regreso a Aetheris lo que la aterraba, sino lo que vendría después. Pero cuando sus dedos se entrelazaron con los de Antonio, sintió cómo sus corazones vibraban en sincronía, como si incluso ahora, al borde de lo desconocido, sus destinos siguieran unidos.
—Siempre —respondió, usando su propia palabra en su contra.
El portal se abrió con un sonido como de vidrios rompiéndose. Un último soplo de brisa salada les acarició las mejillas, como si la isla misma se despidiera.
Cuando la luz dorada los envolvió, Caroline apretó con fuerza la mano de Antonio. No sabía si lo hacía para sostenerlo o para asegurarse de que no la soltaría al otro lado.
El portal se cerró detrás de ellos con un suspiro de luz azulada, como si el universo mismo exhalara al verlos regresar. Antonio y Caroline sintieron cómo el aire de Aetheris les quemaba los pulmones—demasiado puro, demasiado perfecto después de años respirando el polvo áspero de los caminos humanos. Una leve presión en el pecho les recordó que sus esencias divinas, medio olvidadas, volvían a despertar.
Al abrir los ojos, el mundo estalló en colores imposibles. Las torres de cristal de Élethion se alzaban ante ellos, arrojando reflejos que bailaban sobre las caras de sus familias. Los padres de Antonio—su madre con sus manos de tejedora de realidades ahora temblorosas, su padre con la espalda erguida como las columnas que diseñaba—dieron un paso al frente.
—Bienvenidos a casa —dijo su madre, y el abrazo que siguió fue tan fuerte que Antonio sintió las costuras de su túnica humana ceder bajo la presión. El olor a especias celestiales que siempre llevaba en el cabello le trajo un aluvión de recuerdos infantiles.
Caroline se hundió en los brazos de su familia con una mezcla de alivio y dolor. Su madre le acarició el rostro, deteniéndose al notar las nuevas líneas alrededor de sus ojos—arrugas que ningún Guardián debería tener.
—Has cambiado —murmuró su padre, observando no solo el desgaste de sus ropas terrenales, sino la manera en que su hija evitaba mirar directamente a los brillantes aspires de Aetheris, como si la luz ahora le hiciera daño.
Antonio sintió el peso de las miradas curiosas. Los demás Guardianes se congregaban discretamente, susurrando ante las botas embarradas que manchaban el mármol inmaculado, las túnicas desteñidas por soles ajenos, las manos de Antonio marcadas con cicatrices que solo el poder divino habría podido sanar.
Pero en ese momento, bajo la cúpula dorada del recibidor, lo único que importaba era el calor de los abrazos, el sonido de voces olvidadas, y la extraña certeza de que, aunque estaban en casa, ya nunca serían completamente parte de ese mundo.
Caroline buscó la mano de Antonio entre la multitud, encontrando consuelo en el callo áspero en su dedo índice—la marca que dejó el martillo de herrero. Él le apretó los dedos en respuesta, un gesto pequeño que decía lo que ninguno se atrevía a pronunciar en voz alta:
Por ahora, seguían juntos.
Las puertas del Santuario de los Guardianes se alzaban ante ellos como las fauces de una bestia ancestral. Talladas con los rostros de los primeros protectores del Pacto, parecían observar con desaprobación las túnicas terrenales de Antonio y Caroline, aún impregnadas del olor a hierbas y tierra de los caminos humanos. El ascenso por la montaña había sido silencioso—demasiado silencioso—como si el mismo aire de Aetheris contuviera el aliento ante lo que estaba por venir.
El Santuario no era simplemente un edificio, sino un organismo vivo de piedra y energía primordial. Sus pilares, esculpidos de una roca que solo existía en los sueños del Dios Absoluto, latían con una frecuencia casi imperceptible. El aura del lugar pesaba sobre los hombros como un manto de estrellas, recordándoles a cada paso que aquí, entre estas paredes sagradas, no había lugar para las dudas ni los afectos terrenales.