Antonio cruzó el umbral del santuario con los ecos de la prueba aún resonando en sus venas. La energía divina palpitaba en sus manos como un segundo latido, recordándole que ya no era un aprendiz, sino un Guardián pleno. El peso de la decisión que lo esperaba —proteger el Pacto desde las alturas de Aetheris o regresar al mundo terrenal— nublaba su mente cuando una voz lo arrancó de sus pensamientos.
—¡Antonio!
Era un sonido olvidado, dulce y afilado como el tintineo de los cristales de Elyria. Al girar, vio a Laura bajo el arco de piedra luminiscente, su silueta estaba recortada contra la luz dorada de la ciudad. Los años no habían tocado su rostro —los Guardianes no envejecían como los humanos—, pero en sus ojos brillaba una melancolía que antes no existía.
—Hace tiempo que no caminamos juntos —dijo ella, extendiendo una mano hacia los jardines suspendidos de Élethion—. ¿Me acompañas?
Antonio dudó. Desde el accidente en el río, su mundo se había reducido a Caroline y a la lenta reconstrucción de su cuerpo y espíritu. Laura, su compañera de juegos en los campos de entrenamiento, la que le enseñó a leer las constelaciones sagradas, había quedado atrás como un recuerdo borroso.
—Vamos rápido —susurró Laura, lanzando una mirada furtiva hacia las alturas del santuario, donde sin duda Caroline conversaría con los maestros—. Antes de que cierta persona nos vea.
Antonio asintió, sintiendo una punzada de culpa al seguirla por los puentes de energía pura que conectaban las torres. La ciudad dorada se extendía bajo ellos como un tapiz de geometrías perfectas y cúpulas que atrapaban la luz de las tres lunas. Mientras caminaban, Laura habló de los cambios en Aetheris: los nuevos aprendices que no conocían su nombre, las grietas en el velo dimensional que los sabios vigilaban con preocupación, el rumor de que los ángeles caídos habían encontrado una forma de corromper incluso los sueños.
—Y tú —preguntó de pronto, deteniéndose frente al Río de Élethion, cuyas aguas brillaban con memorias ajenas—, ¿sigues pensando en volver allá?
Antonio no respondió. En el reflejo del agua vio por un instante no su propio rostro, sino el de Caroline, sus ojos oscuros llenos de un dolor que él había puesto allí.
Laura en cambio no titubeó. Su voz resonó con la firmeza de quien ha encontrado su lugar en el gran diseño del Dios Absoluto.
—Yo me quedaré aquí —declaró, mientras el viento de Aetheris jugaba con los hilos dorados de su túnica—. Entrenaré a la nueva generación. El Pacto nos dio una misión, y no pienso darle la espalda.
Antonio guardó silencio. Dentro de él, dos fuerzas luchaban con la furia de un río dividido por un acantilado. Amaba la humanidad con una intensidad que incluso a él lo asombraba: sus risas imperfectas, su terco afán por seguir adelante a pesar de lo frágiles que eran. Quería estar entre ellos, protegerlos no desde las alturas, sino desde el barro y el sudor de sus batallas cotidianas.
Pero Caroline... Caroline anhelaba la paz de Aetheris, esa quietud eterna que las últimas generaciones de Guardianes habían disfrutado. Si se iba, le rompería el corazón. Si se quedaba, traicionaría el fuego que ardía en su propio pecho.
Laura lo observó con esos ojos que parecían leer entre los pliegues del tiempo. Cuando sonrió, fue con una dulzura que solo quienes han compartido infancias bajo tres lunas pueden reconocer.
—Antonio —dijo, suavemente—, ve por unos años.
Él alzó la mirada, sorprendido.
—Si con el tiempo descubres que lo único que deseas es pasar tus días con Caroline aquí, entonces regresas. Construyes tu vida a su lado, y nadie podrá reprocharte nada.
Las palabras de Laura cayeron como una lluvia tranquila después de una larga sequía. Antonio sintió cómo el nudo en su garganta se deshacía. Era simple, tan obvio que solo alguien ajeno al torbellino de sus emociones podía verlo. Con una sonrisa que le iluminó el rostro, abrazó a su amiga con un afecto que había olvidado.
—Gracias.
Laura se rio, el sonido fue claro como el cristal de los ríos primigenios.
—Pero no le digas nada todavía, o te mandará al santuario de sanación otra vez.
Antonio respondió con una carcajada, pero en sus ojos brilló un destello de determinación.
—No digas eso. Ella es diferente ahora... y esta vez no bajaré la guardia.
El viento llevó sus palabras hacia las torres relucientes de Élethion. En algún lugar entre los jardines suspendidos, Caroline, ajena a todo, seguía con sus deberes.
Antonio respiró hondo. Por primera vez en años, sabía exactamente lo que haría.
El amanecer dorado de Aetheris encontró a Antonio preparándose para la conversación que temía. Sabía que sus palabras podrían fracturar el frágil equilibrio que habían reconstruido, por eso decidió tejer primero recuerdos que amortiguaran el golpe. La llevó a los Jardines de Lirian, donde las flores cantaban en tonos imposibles y el aire olía a miel estelar.
Mientras caminaban entre fuentes que derramaban luz en lugar de agua, Antonio señaló el cielo que comenzaba a teñirse de violeta. —¿Sabes? —, dijo, atrapando una mota de polvo luminoso en su palma, —antes no entendía por qué oscurecía aquí, donde el tiempo es eterno. Pero en Eldoria lo aprendí—. Su voz se suavizó al recordar. "Las noches humanas no son ausencia de luz, sino un manto que permite soñar".
Caroline se recostó contra él junto al estanque de plata líquida, donde su reflejo se mezclaba con las constelaciones acuáticas. —El Sabio Salazar—, murmuró, —aunque nunca completó su conexión con el Lytharion, nos regaló este ciclo de luz y sombra—. Sus dedos trazaron círculos en el aire, haciendo que las estrellas bailaran. —Por eso amo este lugar. Aquí la eternidad no pesa—.
Compartieron risas que hicieron brillar los cristales de las flores, besos que dejaron estelas doradas en el aire. Pero cuando los tres soles alcanzaron su cenit, Antonio respiró hondo y dejó caer su verdad como una piedra en aquel paraíso de cristal: