Las sombras de Nýxvaros respiraban con lentitud perversa, un susurro constante que erosionaba hasta la memoria de la luz. En las profundidades donde ni el eco de las estrellas llegaba jamás, los salones torcidos se alzaban como costillas de un dios muerto, sus paredes palpitan con el ritmo de antiguas maldiciones. Era aquí, en la cámara donde el tiempo sangraba en lugar de fluir, que los señores de la corrupción tejían su venganza final.
Orisiel se alzaba en el centro del círculo, sus alas rotas -que alguna vez habían surcado los cielos de Elyssar- ahora eran garras retorcidas que arañaban el aire viciado. A su derecha, Erevan, cuyo título de "Portador de la Gracia" se había convertido en una ironía amarga, movía sus dedos como si aún pulsara las cuerdas de una lira celestial. Azarel, el antiguo Guardián de la Sabiduría, contemplaba un mapa de realidades desgarradas, sus ojos sin párpados brillaban con odio frío.
—Durante siglos—, susurró Orisiel, y su voz hizo sangrar las paredes, —hemos intentado romper el Pacto. Hemos sembrado guerras, corrompido elegidos, envenenado sueños—. Un gesto despectivo se dirigió hacia el vacío donde flotaban imágenes de Guardianes victoriosos. —Pero siguen siendo demasiado fuertes. Demasiado... perfectos—.
Fue Azarel quien arrojó el objeto al centro del círculo - un fragmento del velo dimensional que separaba Nýxvaros de Eldoria. En su superficie distorsionada, una escena se repetía una y otra vez: Antonio, abrazando a Caroline antes de cruzar el portal.
—Nos hemos equivocado atacando su fuerza—, dijo el antiguo sabio, mientras el fragmento revelaba la verdad que había escapado a sus ojos. —Su vulnerabilidad no está en sus poderes... sino en lo que aman—.
Orisiel extendió una garra, y la imagen mostró entonces el momento exacto: cuando Antonio, activó por un momento su esencia divina para intentar proteger a Víctor.
El descubrimiento resonó en la cámara como un latido de mil corazones oscuros, en ese instante ellos no habían notado ese detalle. Por primera vez en años, los ángeles caídos sonrieron.
—No necesitamos destruir a los Guardianes—, concluyó Orisiel, mientras las sombras de Nýxvaros se alzaban en éxtasis. —Solo debemos mostrarles cómo destruirse a sí mismos—.
El aire en Nýxvaros se espesó de repente cuando Ishmir, el más silencioso de los caídos, alzó una mano para interrumpir las celebraciones. Sus ojos, que aún conservaban el don de ver a través de los velos dimensionales, se ensancharon con una revelación incómoda.
—Algo se agitaba en los umbrales hace un tiempo—, murmuró, sus palabras hicieron temblar las sombras a su alrededor. Durante décadas había rastreado las grietas entre Eldoria y su reino de oscuridad, buscando puntos débiles en la armadura de la creación. Pero lo que encontró no era una simple fisura.
Con un gesto, proyectó ante el concilio de caídos una visión de las tierras olvidadas de Eldoria. Allí, ocultos bajo capas de tiempo y polvo estelar, yacían restos que no deberían existir. Huesos tallados en cristal negro, fragmentos de armaduras que aún destellaban con runas prohibidas, trozos de piel petrificada que conservaba su tono azulado característico.
—Los híbridos eldorianos—, susurró Azarel con una voz cargada de un asombro perverso.
Erevan se inclinó sobre la visión, sus dedos deformados por siglos de corrupción trazaron el contorno de un cráneo fracturado. —Los bastardos de la guerra sagrada... Los que fueron borrados por el creador—.
Orisiel se aproximó, y por primera vez en milenios, algo parecido a la esperanza cruzó su rostro desfigurado. —Los humanos no pueden verlos... Los Guardianes los pasan por alto... Pero nosotros... — Una sonrisa lenta se extendió por su cara. —Nosotros somos sombras como ellos—.
La verdad se hizo evidente. Aunque reunir todos los fragmentos solo permitiría convocar un puñado de guerreros, y aunque su poder sería apenas un eco del que tuvieron en vida, representaban algo invaluable: un arma que el Pacto no había previsto. Criaturas que existían fuera de todas las profecías, de todos los designios divinos.
—Con ellos—, continuó Orisiel, mientras las sombras del salón comenzaban a agitarse con excitación, —podremos sembrar el caos desde dentro. Los Guardianes no se esperarán luchar contra fantasmas de una guerra que creían terminada... hasta que sea demasiado tarde—.
En la visión, los fragmentos comenzaron a vibrar, respondiendo a la energía oscura de Nýxvaros. Un primer dedo, luego una mano completa, se reconstituyeron de la nada. La carne que los cubría era distinta ahora - una fusión de la oscuridad primordial y los recuerdos de lo que alguna vez fueron.
Ishmir cerró el puño y la visión se desvaneció. —Necesitaremos sangre humana para completar el ritual—, advirtió. —Sangre pura, de aquellos que aún llevan el dos por ciento divino—.
Orisiel asintió, extendiendo sus alas rotas en un gesto de triunfo anticipado. —Que la comiencen a recolectar. Después de todo... ¿qué son unas cuantas almas menos en el gran esquema de la venganza? —
Mientras los señores de Nýxvaros se dispersaban para comenzar su obra, en algún lugar de Eldoria, un niño humano que jugaba cerca de un río se detuvo abruptamente, frotándose los brazos como si alguien hubiera caminado sobre su tumba. La primera semilla del terror había sido plantada.
Con el tiempo las profundidades del trono oscuro de Nýxvaros resonaban con cantos que no habían sido pronunciados desde el fin de la Gran Guerra. Azarel, cuyas manos alguna vez habían tejido sabiduría divina, ahora trazaba runas de resurrección prohibida en el aire viciado, cada símbolo brillaba con un fulgor enfermizo antes de hundirse en el suelo como gotas de veneno.
Los hechiceros de la oscuridad formaban círculos concéntricos alrededor del pozo de las almas, donde flotaban los fragmentos recuperados. Sus voces, distorsionadas por siglos de exilio, invocaban fuerzas que ni los Guardianes recordaban. Con cada verso, los restos de los híbridos eldorianos pulsaban como corazones dormidos, respondiendo al llamado de su nueva maestría.