Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XVIII: Un Nuevo Mundo, Un Nuevo Comienzo

El portal se cerró detrás de Antonio con un suspiro de energía azulada, dejándolo parado en medio de una realidad que desafiaba toda comprensión. El aire de Eldoria le golpeó los pulmones con una mezcla acre de combustibles, café recién hecho y el eco metálico de la vida urbana. Respiró hondo, sintiendo cómo ese primer aliento del siglo XXI quemaba su garganta de un modo que los vientos puros de Aetheris nunca lo habían hecho.

Ante él, la ciudad se extendía como un ser vivo palpitando con energía artificial. Rascacielos de cristal y acero se alzaban hasta donde alcanzaba su vista, sus fachadas reflejaban el sol en destellos cegadores que hacían parecer que los edificios mismos brillaban con luz propia. A sus pies, el asfalto tibio vibraba con el paso constante de vehículos que se deslizaban como insectos metálicos, sus motores rugían en un lenguaje mecánico que le resultaba tan extraño como fascinante.

Pantallas gigantescas coronaban las estructuras, mostrando rostros humanos que hablaban sin sonido, sus expresiones cambiaban con una fluidez que ni los más hábiles artistas de Aetheris podrían imitar. Los colores eran demasiado vivos, los movimientos demasiado rápidos. Antonio alzó una mano para protegerse del bombardeo sensorial, notando cómo su piel dorada brillaba tenuemente bajo la luz artificial.

La multitud fluía a su alrededor como un río de humanidad, personas vestidas con prendas que no podía nombrar, hablando en dispositivos que sostenían en sus manos, completamente ajenas al Guardián que acababa de aparecer en medio de su mundo. Un niño pasó corriendo junto a él, persiguiendo un objeto redondo que brillaba con luces intermitentes, y Antonio no pudo evitar sonreír al reconocer ese destello de alegría pura, tan familiar como los juegos en los jardines de Élethion.

—Avances tecnológicos—, murmuró para sí mismo, recordando las palabras de su padre. Pero al observar más de cerca, vio lo que permanecía inalterable bajo el brillo del progreso: el anciano que vendía flores en la esquina con ojos cansados pero amables, la joven pareja que se reía compartiendo un helado, el hombre de traje cuya expresión revelaba una ambición que habría sido reconocible en cualquier época.

Una bocina estridente lo sacó de sus pensamientos. Un vehículo negro se detuvo frente a él, la ventana se descendió revelando a una mujer de cabello corto y ojos penetrantes.

—Antonio, supongo—, dijo con una voz que cortaba el bullicio callejero como un cuchillo. —Soy también una guardiana. No es bueno que estés en medio de la pista, sal de ahí y busca pronto a tu tutor, no debes llamar mucho la atención de los humanos—.

Antonio, solo sonrió y siguió adelante y mientras caminaba el murmullo constante de la ciudad se fundía con los pasos apresurados de la multitud. Cada rostro que pasaba junto a él contaba una historia diferente - adultos con expresiones cansadas camino al trabajo, niños que arrastraban mochilas demasiado grandes para sus espaldas, vendedores ambulantes pregonando sus mercancías con voces roncas. Pero fue un estallido de risa cristalina lo que repentinamente captó su atención.

Un grupo de jóvenes pre-universitarios avanzaba por la acera opuesta, sus mochilas de colores brillantes se balanceaban al ritmo de sus pasos animados. En el centro de ellos, como un sol irradiando energía, estaba Daniela. Su cabello castaño ondeaba con cada movimiento, atrapando destellos dorados de la luz matutina. Pero lo que realmente detuvo a Antonio fueron sus ojos - dos pozos profundos de curiosidad insaciable que brillaban con un fuego que él sólo había visto en los más sabios Guardianes de Aetheris.

—¡Apúrense, flojitas! —, decía Daniela mientras empujaba juguetonamente a una de sus amigas, —si llegamos tarde nos sentarán en primera fila y la profesora nos hará todo tipo de preguntas durante la clase—. Su risa, clara y contagiosa, se elevó por encima del ruido urbano, haciendo que incluso algunos transeúntes voltearan a mirar con sonrisas involuntarias.

Antonio sintió una extraña conmoción en su pecho. Sin pensarlo demasiado, ajustó su rumbo y comenzó a seguirlas, manteniendo una distancia prudente, pero fascinado por la vitalidad que emanaba de Daniela. La vio interactuar con otros estudiantes en la entrada de la academia, notando cómo su expresión cambiaba rápidamente de la broma casual a una concentración intensa cuando discutían algún tema académico.

El edificio de la academia bullía con energía juvenil. A través de las amplias ventanas, Antonio podía ver aulas llenas de estudiantes cuyos rostros reflejaban una mezcla de esperanza y ansiedad. Algunos mordisqueaban nerviosamente sus lápices, otros intercambiaban apuntes con dedos que temblaban levemente. Daniela, sin embargo, se inclinaba hacia adelante en su asiento, completamente absorta en las palabras del profesor, sus ojos brillaban con ese mismo fuego que había capturado la atención de Antonio.

Por un momento, el Guardián se permitió imaginar cómo sería sentarse entre ellos, compartir sus preocupaciones triviales pero urgentes, aprender no por obligación divina sino por pura sed de conocimiento. Pero el suave canto de unas palomas que andaban cerca lo devolvieron a la realidad. Su misión era otra, su camino diferente.

Con un último vistazo a través del ventanal, donde Daniela ahora debatía apasionadamente algún punto con sus compañeros, Antonio se alejó. Sin embargo, algo en su interior - algo que no era completamente divino - supo que este no sería su último encuentro con esa chica de risa contagiosa y ojos llenos de sueños.

Entonces siguió su camino hasta llegar a su destino, la fachada ordinaria del edificio que tenía enfrente ocultaba su verdadera naturaleza. Antonio sintió el leve zumbido de energía protectora al cruzar el umbral, una señal inconfundible de que este lugar había sido santificado por manos divinas. Las paredes, que para los humanos parecerían simples muros de concreto, brillaban ante sus ojos con runas de contención apenas visibles, tejiendo una red de protección que se extendía hasta los cimientos.




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