Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XX: El Inicio de un Nuevo Camino

Los días en la academia se desvanecieron como el humo de las velas en las largas noches de estudio. Antonio y Daniela se convirtieron en sombras que iban y venían entre las aulas, los libros abiertos y las tazas de café vacías. Cada mañana comenzaba con los mismos sucesos: él llegaba primero, guardando siempre el asiento junto a la ventana para ella; ella aparecía minutos después, con el cabello recogido de cualquier manera y esos ojos oscuros que brillaban aún medio dormidos.

Estudiaban juntos, como si el mundo fuera solo ese espacio entre sus apuntes. Antonio, con su memoria de Guardián, absorbía cada detalle como si fuera una oración sagrada. Pero lo que realmente lo llenaba no era el conocimiento, sino la forma en que Daniela fruncía el ceño al concentrarse, cómo mordía el extremo de su lápiz cuando una pregunta la desafiaba, cómo suspiraba cuando al fin lograba entender algo, como si hubiera descifrado un misterio del universo.

Las semanas se volvieron un torbellino de fórmulas, diagramas anatómicos y noches en vela. Las paredes de su pequeño rincón de estudio se llenaron de notas pegadas, de esquemas del corazón humano, de ecuaciones que pretendían dominar la vida misma. A veces, cuando el cansancio los vencía, se recostaban uno contra el otro, mirando el techo, riéndose de nada. En esos momentos, Antonio olvidaba que era un Guardián. Solo era un chico más, enamorado de una chica, en un mundo que se sentía demasiado grande y demasiado frágil.

Y entonces llegó el día.

El examen de admisión se alzó ante ellos como una puerta a otro mundo. El aula estaba en silencio, solo roto por el crujido del papel y el rasguño de los lápices. El aire olía a sudor y esperanza. Antonio recorrió las preguntas con una facilidad que habría sido sospechosa si alguien hubiera estado mirando. Pero sus ojos no buscaban las respuestas en el papel, sino a Daniela, dos filas más adelante, donde ella mordisqueaba su labio inferior, concentrada, resistiendo la presión que pesaba sobre todos.

Tres horas.

El tiempo pasó como un suspiro. Cuando recogieron los exámenes, quedó ese silencio extraño, como si todos contuvieran el aliento al mismo tiempo. La espera que siguió fue un infierno lento. Los días siguientes fueron una coreografía de miradas ansiosas, de conversaciones truncas, de preguntas sin respuesta.

Hasta que, al fin, llegaron los resultados.

La lista de admitidos brillaba bajo el sol de mediodía, un pergamino moderno que contenía los destinos de cientos. La multitud se agitaba como un organismo vivo, empujando, conteniendo la respiración, con miradas que saltaban ávidas de nombre en nombre. Daniela temblaba junto a Antonio, sus dedos fríos estaban aferrados a los suyos con una fuerza que delataba meses de noches en vela, de dudas y sueños apilados en cada página subrayada.

—¡Vamos a ver nuestros resultados! —Su voz era un hilo de emoción pura, tirando de él como si el futuro dependiera de cada paso.

Antonio la siguió, sereno, aunque en su interior algo se estremecía al verla así: frágil, humana, perfecta. Con movimientos precisos, abrieron camino entre los hombros sudorosos y las mochilas apretadas, hasta quedar frente a la lista.

Y allí estaban.

ANTONIO – 100/100 – PRIMER PUESTO DANIELA – 95/100 – TERCER PUESTO

El mundo se detuvo por un instante. Daniela se llevó las manos al rostro, como si contuviera un grito o una lágrima.

—¡No lo puedo creer! —Sus palabras se quebraron, mezclándose con la algarabía que estallaba a su alrededor.

Las amigas de Daniela pronto aparecieron, abrazándose, riendo, algunas con puntajes justos pero suficientes. Todas habían alcanzado una vacante. Los gritos de felicidad se elevaron como cánticos, contagiosos, llenando el aire de una energía que, hasta Antonio, sintió vibrar en su piel.

Era el principio.

Esa noche, la academia se transformó. Las luces colgaban como estrellas bajadas del cielo, la música latía en las paredes, y los rostros cansados por meses de estudio ahora brillaban con un alivio que solo conocen quienes han luchado por algo y lo han alcanzado. Antonio observó a Daniela bailar entre sus amigas, su pelo suelto ondeaba como bandera de victoria. Ella era luz pura.

La sala vibraba con una energía que parecía desafiar la gravedad. Luces de colores parpadeaban al ritmo de la música, iluminando rostros sonrientes y globos que flotaban como átomos en un universo efímero de celebración. Antonio, cuyos años de existencia nunca habían incluido algo tan terrenal como una fiesta de graduación, se dejó arrastrar por la corriente de alegría que lo rodeaba. Comió alimentos que no necesitaba, rio de bromas que apenas entendía, y en algún momento entre canción y canción, descubrió que sus pies seguían el compás de la música sin pensarlo.

Pero todo palidecía ante Daniela.

La vio bailar, hablar con sus amigas, lanzarle miradas cómplices entre las luces intermitentes. Cada gesto suyo era un misterio que Antonio quería descifrar, un tesoro más valioso que el mismo Lytharion.

La noche avanzó como un sueño del que no quería despertar. Hasta que, inevitablemente, llegó el final. Los abrazos se repartieron, las promesas de "vernos en la universidad" flotaron en el aire, y de pronto, estaban solos.

La ciudad nocturna los envolvió en su manto de farolas doradas y sombras alargadas. Caminaron sin prisa, el aire fresco acariciaba sus rostros, hablaban de futuros imaginados: las aulas universitarias, los nuevos profesores, los desafíos que vendrían. Cada palabra de Daniela era una semilla que Antonio guardaba celosamente, como si pudieran brotar en su pecho y florecer en algo eterno.

Y entonces, frente a la puerta de su casa, el mundo se detuvo.

—Ahora ya somos universitarios —dijo Daniela, girándose hacia él. La luz del portero pintó su sonrisa de un tono dorado—. Nos veremos pronto en la universidad para nuestras clases.

Un silencio. Una mirada. Un instante pesó más que todos los años que Antonio había vivido.




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