El tiempo fluyó como un río sereno, arrastrando consigo los días de espera antes del inicio de las clases universitarias. Antonio, acostumbrado a la eternidad estática de Aetheris, descubría ahora la belleza oculta en la paciencia humana: el lento madurar de los planes, la anticipación que se acumulaba como la espuma en la orilla de un mar desconocido.
Tras semanas de emociones contenidas y sueños entretejidos con la realidad, decidió dar un paso más en su integración a ese mundo que ya sentía propio. No bastaba con estudiar, con aprender desde los libros; necesitaba sumergirse en el ritmo vital de los humanos, en su danza cotidiana de esfuerzo y recompensa. Buscaría un trabajo.
Manuel, siempre atento como un faro en la niebla de su adaptación, le tendió la mano una noche mientras limpiaban las mesas del restaurante. El trapo húmedo dibujaba círculos sobre la madera gastada, borrando las huellas de cientos de historias compartidas entre platos humeantes.
—Será una buena forma de aprender más sobre este mundo —dijo, alzando la mirada hacia Antonio. Sus ojos, curtidos por años de sonrisas y noches largas, brillaban con una certeza silenciosa—. Y, además, te servirá para entender el valor del esfuerzo humano. No el que nace de la obligación, sino el que se construye con las propias manos.
Antonio aceptó sin dudar. No había necesidad de palabras grandilocuentes; el simple gesto de Manuel, ofrecerle un lugar en ese pequeño universo de aromas y conversaciones, era más valioso que cualquier juramento solemne en Aetheris.
El restaurante era modesto, pero en su sencillez guardaba la esencia de lo humano. Las luces cálidas, encerradas en farolillos de vidrio opaco, proyectaban sombras danzantes sobre las mesas de roble, cada una marcada por cuchillos olvidados y risas grabadas en la madera como runas secretas. El aire siempre estaba impregnado de especias que Antonio apenas comenzaba a reconocer: el comino que ardía como el sol del desierto, la canela dulce y terrosa que le recordaba a los jardines de Lirian. Y, sobre todo, el aroma del pan recién horneado, crujiente y dorado como los campos de trigo bajo el cielo de Eldoria.
Aprendió con la rapidez silenciosa que solo un Guardián podía ocultar tras una sonrisa humana. Tomaba pedidos con precisión, memorizando los rostros y las voces como si fueran fragmentos de un mapa estelar. Servía los platos sin derramar una gota, moviéndose entre las mesas con la gracia de quien había esquivado tormentas de energía pura en los campos de entrenamiento de Aetheris. Hasta se aventuró en la cocina, donde sus manos —antes dedicadas a moldear energía divina en forma de armas y escudos— ahora picaban hierbas y amasaban pan con un respeto casi sagrado.
Los clientes, sin saber por qué, lo preferían. Algunas mujeres mayores le pellizcaban la mejilla al entregarle la propina, los hombres le contaban chistes que él fingía no entender del todo, y los niños lo miraban con esa curiosidad instintiva que solo despiertan los seres tocados por lo extraordinario.
Pero entre todos ellos, había alguien que siempre volvía.
El aroma a albahaca fresca y ajo dorado flotaba en el aire del restaurante cuando Daniela cruzó la puerta por primera vez. Sus ojos, afilados como los de un halcón, barrieron el local hasta detenerse en Antonio, quien llevaba una bandeja de cerámica llena de humeantes platos de pasta. Una sonrisa lenta se dibujó en sus labios, como si hubiera ganado una apuesta que nadie más conocía.
—Si trabajas aquí, entonces aquí es donde comeré —declaró, dejando caer las palabras con una seguridad que hizo que los dedos de Antonio se aferraran un instante más al borde de la bandeja. No era una sugerencia, sino un pacto no escrito.
Y así comenzó su rutina.
Los días previos a la universidad eran un torbellino de exigencias: la academia había lanzado su curso intensivo para ingresantes, llenando sus horarios con laboratorios donde los matraces brillaban bajo luces frías, bibliotecas donde el susurro de las páginas se mezclaba con el tic-tac de los relojes, y noches en las que hasta el café perdía su efecto contra el cansancio. Pero entre ese caos, Antonio y Daniela tallaban islas de tiempo robado. A veces, ella pedía un risotto cremoso que envolvía el local en aromas de queso y vino blanco; otras, se conformaba con una taza de café negro que enfriaba mientras reían por alguna anécdota absurda de la academia. La bebida siempre terminaba intacta, como si el verdadero alimento fueran esas conversaciones.
Una tarde particularmente gris, con la lluvia golpeando los vidrios del restaurante como dedos impacientes, Daniela giró su cuchara entre los dedos, haciendo que la luz se refractara en pequeños destellos sobre la mesa.
—Nunca pensé que te vería trabajando en algo así —musitó, clavando la cuchara en el azucarero como si plantara una bandera—. Creí que tu única habilidad era resolver ecuaciones y recordar cada libro de medicina de memoria.
Antonio rio, pero el sonido tenía un eco extraño, como si saliera de muy lejos.
—Es parte de mi aprendizaje —respondió, observando cómo una mujer mayor en la mesa contigua cerraba los ojos al probar la primera cucharada de sopa—. Además, me gusta ver cómo los humanos disfrutan la comida. Es… una experiencia fascinante.
Daniela inclinó la cabeza. El vapor del café se enroscaba alrededor de su rostro, difuminando sus facciones por un instante.
—Tienes una forma muy peculiar de ver la vida—.
—Quizás porque para mí, cada día en este mundo es un descubrimiento—, sus palabras cayeron al plato como migajas de un pan que ella no podía ver.
El silencio que siguió fue denso, cargado. Daniela lo estudió con esa mirada suya que parecía capaz de diseccionar verdades ocultas entre los pliegues de las sonrisas ajenas. Antonio sintió cómo su máscara de normalidad se resquebrajaba bajo ese escrutinio, como las sombras de su naturaleza verdadera bailaban en los bordes de la conversación.