Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XXII: Caminos que se Alejan

El primer día de universidad estalló como un caleidoscopio de sonidos y colores. Los pasillos, que semanas atrás habían permanecido silenciosos, ahora bullían con el murmullo de cientos de voces nuevas. Estudiantes de rostros frescos -algunos con sonrisas nerviosas, otros con miradas desafiante- se agolpaban frente a los murales de horarios o formaban grupos espontáneos junto a las fuentes. Antonio caminaba entre la multitud con esa calma observadora que tanto lo caracterizaba, pero hoy había algo distinto en su manera de mirar el entorno: un brillo de genuina expectativa en sus ojos que no había tenido ni siquiera en sus primeros días como Guardián oficial en Aetheris.

Daniela caminaba a su lado, sus pasos eran ligeros y su sonrisa amplia mientras absorbía cada detalle del campus. El sol de la mañana se reflejaba en sus ojos marrones cuando giró hacia Antonio: —No puedo creer que al fin estemos aquí —exclamó, haciendo un gesto amplio que abarcaba los edificios de piedra cubiertos de hiedra—. Se siente tan... distinto a la academia.

Antonio asintió, sus manos en los bolsillos de su chaqueta informal. El contraste entre este lugar y las torres de cristal donde había sido entrenado no podía ser mayor. —Es un nuevo mundo —respondió, saboreando la ironía de sus propias palabras.

Daniela soltó una risa clara que se mezcló con el bullicio ambiental. —Dicho así, suena como si hubiéramos cambiado de dimensión.

La sonrisa de Antonio se tensó levemente. Si tan solo supiera lo cerca que estaba de la verdad... Pero ese pensamiento se desvaneció cuando el timbre anunció el inicio de las clases.

Las primeras jornadas académicas fueron un torbellino de impresiones. Los profesores -desde el veterano catedrático que hablaba con voz atronadora hasta la joven instructora que usaba ejemplos de series de televisión- dejaron claro que la exigencia sería alta. Para Antonio, comprender los conceptos era tan natural como respirar; podía recitar tratados completos de medicina sin esfuerzo, analizar ecuaciones complejas con una mirada. Pero lo que realmente lo fascinaba era el ballet humano que se desarrollaba a su alrededor: los susurros cómplices entre amigos, las miradas furtivas de los enamorados, el sudor en las sienes de quienes luchaban contra el reloj para terminar sus trabajos.

Daniela floreció en este ambiente. En cuestión de días, ya tenía un grupo de amigas con las que compartía cafés entre clases y largas sesiones de estudio en la biblioteca. Antonio, por su parte, mantuvo cierta reserva natural, aunque su inteligencia serena y su habilidad para explicar conceptos difíciles con sencillez pronto le ganaron el respeto de sus compañeros.

Pero su verdadera felicidad en ese lugar no provenía de los logros académicos, ni siquiera de la novedad del entorno. Se materializaba en los momentos robados: cuando Daniela lo buscaba con la mirada desde el otro extremo del aula, en las caminatas lentas hacia la parada del autobús al caer la tarde, o en esas raras ocasiones en que lograban coincidir en un banco del jardín universitario, donde el murmullo de las fuentes ahogaba las palabras innecesarias.

A sus veintiún años aparentes -una edad cuidadosamente calculada para mantenerse creíble durante su estadía humana-, Antonio descubría que la universidad era mucho más que un escenario para su misión. Era el lugar donde, tal vez por primera vez, podía experimentar lo que significaba vivir en el presente, atado no a la eternidad de un Guardián, sino al fugaz y precioso tiempo de un corazón humano.

Las semanas avanzaron, cada día trazando una nueva línea en el mapa de sus vidas. Los almuerzos en la cafetería se convirtieron en rutinas sagradas, donde las palabras sabían a pan recién horneado y las risas ahogadas se mezclaban con el tintineo de los cubiertos. Después de clases, intercambiaban notas que eran más que apuntes académicos: pequeños pergaminos donde Antonio descubría los pensamientos de Daniela escritos en tinta azul, como ríos de tinta fluyendo entre los márgenes.

Una tarde, Daniela lo tomó de la mano —su contacto era cálido, terrenal, tan distinto al roce etéreo de los Guardianes— y lo guio hacia un jardín escondido entre los edificios universitarios.

—Mira, Antonio, este es el mejor lugar para relajarse —dijo, mientras la brisa jugueteaba con los mechones sueltos de su cabello.

El jardín era un secreto vivo. Bancos de piedra gastados por el tiempo, árboles cuyas ramas se entrelazaban como dedos ancianos ofreciendo sombra, y el susurro de las hojas que contaban historias en un idioma olvidado. Daniela se dejó caer sobre la hierba, sin preocuparse por las arrugas en su falda o el polvo en sus zapatos. Antonio la imitó, sintiendo cómo la tierra cedía bajo su peso, firme y real.

—Aquí vengo cuando quiero desconectarme un rato —confesó ella, reclinándose sobre los codos.

Antonio alzó la vista hacia el cielo. Entre las copas de los árboles, el azul se fragmentaba en pedazos imperfectos, como un vitral celestial. Respiró hondo, llenando sus pulmones del aroma a tierra húmeda y hierba recién cortada.

—Es un buen lugar —murmuró—. Silencioso… pero lleno de vida al mismo tiempo.

Daniela lo miró entonces, y en sus ojos —ese marrón dorado que parecía atrapar la luz del atardecer— Antonio encontró algo que no había visto en Aetheris: un reflejo de sí mismo, no como Guardián, sino como hombre.

—Me alegra que te guste —dijo ella, y su sonrisa fue un regalo sencillo, pero más valioso que cualquier reliquia divina.

Eran esos momentos los que lo trastornaban. Los silencios compartidos, el roce accidental de sus manos al pasar las páginas de un libro, las carcajadas que estallaban por tonterías que solo ellos entendían. Cada día, el corazón de Antonio latía más fuerte, más humano. Sin darse cuenta, como la raíz que se abre paso entre las grietas de una roca, el amor había echado raíces en su pecho. Y esta vez, no había Pacto que lo protegiera de lo que sentía.




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