Aetheris: El Reino de los Guardianes del Pacto

CAPITULO XXIII: La Visitante Inesperada

El aire en el santuario de los Guardianes vibraba con una electricidad apenas contenida. Las paredes de cristal líquido, que normalmente reflejaban armonías celestiales, distorsionaban las imágenes como si el mismo espacio reaccionara a la tormenta que Caroline llevaba dentro. Sus pasos resonaban con eco deliberado sobre el mármol luminiscente, cada pisada una declaración silenciosa de su ira. Las túnicas de los Guardianes que se cruzaban en su camino se apartaban instintivamente; ninguno quería interponerse en la trayectoria de un huracán con forma de mujer.

Laura la esperaba en el atrio central, bajo el árbol genealógico de luz donde se proyectaban los nombres de todas las generaciones de Guardianes. Su postura era serena, sus manos estaban entrelazadas frente a su túnica plateada, como si hubiera estado contando los minutos hasta este encuentro.

—Todo esto es tu culpa—. Las palabras de Caroline cayeron como cuchillas, afiladas por meses de angustia reprimida. No hubo saludo, ni preámbulo, solo la acusación que llevaba grabada en el pecho desde que Antonio cruzó el portal.

Laura exhaló lentamente, y en ese suspiro Caroline detectó algo peor que la defensa: la piedad. —Otra vez con eso? Él tomó su propia decisión—.

—Pero tú lo empujaste—. Caroline avanzó un paso, y las flores de energía que crecían entre las baldosas se marchitaron al instante bajo sus pies. —Y míralo ahora... está feliz ahí abajo, olvidándose de lo que realmente es—.

Los ojos de Laura, del color del cielo perpetuo de Aetheris, no parpadearon. —¿Y qué hay de malo en que sea feliz? —.

Los puños de Caroline se cerraron hasta que los nudillos palidecieron. Podía sentir cómo el collar que le habían regalado sus padres pulsaba contra su esternón como un segundo corazón iracundo. —No lo entiendes... si sigue en el mundo humano, tarde o temprano lo perderemos para siempre—.

—O quizás solo ha encontrado algo que nosotros nunca comprenderemos—. Laura inclinó ligeramente la cabeza, y su siguiente frase llegó suave como un cuchillo entre las costillas: —¿O acaso tienes miedo de que no vuelva por ti? —

El impacto no fue físico, pero Caroline retrocedió como si la hubieran golpeado. Por un instante fugaz, las luces del santuario parpadearon, revelando grietas infinitesimales en la realidad perfecta de Aetheris.

Sin una palabra, giró sobre sus talones. Su túnica ondeó con violencia, dejando a su paso un rastro de chispas doradas que se extinguieron antes de tocar el suelo. Las puertas del santuario se abrieron ante ella con un crujido de energía comprimida, y luego se cerraron de golpe, dejando fuera el último fragmento de su paciencia.

En el silencio que siguió, solo una cosa quedó clara en su mente: las palabras de Laura eran mentiras. Antonio no había encontrado nada mejor. Solo se había perdido.

Y si no era capaz de regresar por sí mismo, ella iría a traerlo de vuelta. Incluso si tenía que arrastrarlo a través del velo dimensional. Incluso si tenía que arrancarlo de esos brazos humanos que se atrevían a sostener lo que le pertenecía.

Las estrellas del firmamento de Aetheris titilaron en advertencia cuando Caroline, por primera vez en su existencia eterna, comenzó a trazar un plan que desafiaría las mismas leyes del Pacto.

Mientras tanto, en la Tierra, Antonio había encontrado una paz que jamás creyó posible. Las dudas que alguna vez lo asaltaban bajo las lunas de Aetheris se habían disipado, reemplazadas por una certeza tan cálida como el sol en su piel humana. Amaba a Daniela. No como un Guardián ama su deber, no como un ser eterno ama lo pasajero, sino con la urgencia y la devoción de quien sabe que el tiempo es un regalo limitado.

Cada día era una celebración de lo mundano. Las mañanas comenzaban con sus dedos entrelazados mientras cruzaban el campus con las hojas secas crujiendo bajo sus pasos. Las tardes se llenaban de risas ahogadas en la cafetería, de miradas cómplices sobre tazas de café que nunca lograban enfriarse. Las noches terminaban entre susurros en la biblioteca, con los libros como testigos mudos de un amor que no necesitaba palabras.

Su guía, aquel Guardián que al principio había fruncido el ceño ante su decisión, terminó inclinándose ante lo inevitable. Una noche, mientras recogían los últimos platos del restaurante donde trabajaba Antonio, el hombre lo tomó del hombro con una solemnidad inusual.

—Ya lo informé al santuario —dijo, con voz grave pero sin reproche—. No intervendrán mientras no rompas ninguna regla. —Hizo una pausa, como si las siguientes palabras pesaran más de lo que quería admitir—. También informé a tu familia… de tu decisión de no regresar.

Antonio no necesitó responder. Su sonrisa fue suficiente. No había tristeza en ella, ni nostalgia, solo gratitud.

—No intervendré —aseguró, limpiándose las manos en el delantal manchado de salsa—. Solo quiero vivir esta vida. Con ella.

Y así lo hizo.

Los días pasaron en una sucesión de pequeños milagros cotidianos, hasta que llegaron los primeros exámenes parciales. Para Antonio, acostumbrado a memorizar tratados cósmicos y lenguajes divinos, las preguntas humanas eran simples. Su calificación perfecta —20/20— no fue sorpresa. Pero Daniela, que había pasado noches enteras repasando conceptos con los ojos vidriosos de cansancio, recibió su resultado con las manos temblorosas: 17/20.

—¡Lo logré! —exclamó, abrazando el papel contra su pecho como si fuera un tesoro—. Pensé que me iba a ir peor.

Antonio la miró con esa ternura que solo ella podía despertar en él.

—Siempre supe que lo harías bien —dijo, y era verdad. Había visto su dedicación, su brillo, esa chispa divina que todos los humanos llevaban dentro sin saberlo.

Daniela se lanzó a sus brazos, y él la sostuvo como si fuera lo único real en el universo. En ese momento, bajo la luz dorada del atardecer que se filtraba por las ventanas del aula, todo era perfecto.




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