La puerta del balcón se cerró con un golpe sordo detrás de ellos, aislando el murmullo de la ciudad nocturna. Antonio no esperó a que Caroline se acomodara en la silla de metal, ni fingió interés en las luces del horizonte. El aire olía a lluvia cercana y a café olvidado en la mesa de centro.
—Caroline... necesito que entiendas algo —dijo, las palabras saliendo como piedras pulidas por años de certeza. —Amo a una humana llamada Daniela—.
El silencio que siguió fue tan denso que podría haberse cortado con el filo de una espada celestial. La sonrisa de Caroline apareció lentamente, como una grieta en un glaciar, mostrando demasiados dientes perfectos.
—¿Eso crees? —su voz goteaba ironía como miel envenenada. —Lo mismo me dijiste a mí, y henos aquí—.
Antonio no se inmutó. Las luces del apartamento dibujaban sombras angulosas en su rostro, acentuando la firmeza de su mandíbula.
—No es algo que crea. Es algo que siento —las palabras resonaron con el peso de una verdad incontestable. —Lo acepté hace tiempo, y nada cambiará eso—.
Caroline giró hacia la ventana, donde su reflejo se superponía al paisaje urbano como un fantasma en el cristal. Sus dedos, que habían moldeado armas capaces de partir dimensiones, se aferraban ahora al borde de la mesa con una fuerza que hacía temblar las tazas vacías.
—Lo entiendo —mintió, con esa voz que había engañado a guardianes en los salones de Aetheris—. Si eso te hace feliz, no tengo nada más que decir.
Antonio estudió su perfil inmóvil. Conocía cada microexpresión de ese rostro, cada tic que delataba sus mentiras. La calma era demasiado perfecta, las palabras demasiado medidas. Como un guerrero que ve moverse la hierba antes de la emboscada, sintió el peligro antes de verlo.
Pero eligió no perseguirlo. No esta noche. No cuando la verdad ya estaba dicha.
—Bien —asintió, abriendo la puerta vidriada que los separaba del interior. —Entonces no habrá más que hablar—.
Al pasar junto a ella, el aire se electrizó con una energía que no provenía del mundo humano. Caroline seguía inmóvil, su sonrisa ahora estaba congelada en el reflejo de la ventana, donde las gotas de lluvia comenzaban a dibujar caminos sinuosos como lágrimas.
En el silencio cargado, una pregunta quedó flotando entre ellos: ¿Cuánto tiempo duraría esta tregua ficticia antes de que estallara la guerra?
Los días transcurrían entre apuntes universitarios y noches bajo farolas anaranjadas. Antonio se aferraba a esa rutina como si fuera un talismán: las clases de filosofía donde debatía sobre el alma humana, los cafés compartidos con Daniela —cuyas risas le recordaban el sonido de los arroyos en Aetheris—, incluso los exámenes que lo hacían sudar como a cualquier mortal. Por primera vez desde su llegada, casi lograba creer que era uno más de ellos.
Caroline, en cambio, había adoptado la vida humana con una facilidad inquietante. La veía en el mercado sonriéndole a los vendedores, en el parque alimentando palomas con migas de pan, como si aquel mundo de hormigón y asfalto fuera solo otro escenario para su eterna representación.
Hasta que el equilibrio se rompió.
Era un atardecer de octubre, cuando el cielo se teñía del mismo púrpura que las cúpulas de Élethion. Antonio salía del campus con Daniela con sus dedos entrelazados con los de ella, sintiendo el pulso acelerado de la joven mientras sus amigas bromeaban sobre un examen. El aire olía a hojas mojadas y juventud.
Entonces, como un relámpago en un día despejado, Caroline apareció frente a ellos.
—¡Hola, amor! ¡Al fin te veo! —Su voz era miel sobre navajas, demasiado dulce, demasiado alta. Avanzó hacia Antonio con los brazos abiertos, como si los últimos meses de silencio no hubieran existido.
Daniela se detuvo en seco. Antonio sintió cómo el sudor frío le recorría la espalda bajo la camisa. Las amigas de Daniela intercambiaron miradas cómplices, pero él conocía ese brillo en los ojos de Caroline: el mismo que tuvo antes de golpearlo en los campos de Aetheris.
La Guardiana hizo una pausa teatral, fingiendo perplejidad al mirar sus manos unidas.
—¿Por qué estás tomado de la mano con ella? —preguntó, inclinando la cabeza como un pájaro que estudia a su presa.
El silencio fue un corte limpio. Daniela apretó los dedos de Antonio con fuerza.
—Antonio… —su voz tembló apenas—, ¿Quién es ella?
La ira le subió por la garganta como lava. No era solo la traición, sino la calculada malicia de Caroline: sabía exactamente lo que hacía. Con un esfuerzo sobrehumano, Antonio forzó una sonrisa.
—Es… una amiga muy bromista. Viene del mismo lugar que yo —un lugar que no puedes imaginar, donde los ríos cantan en lenguas muertas. —No me esperaba encontrarla aquí.
Miró a Caroline con una advertencia muda en los ojos dorados que solo ella podría entender: Basta.
—¿Por qué no me acompañas a caminar? —propuso, con una calma que no sentía. —Hace mucho que no hablamos—.
Daniela asintió mecánicamente, pero su sonrisa era frágil como cristal.
—Está bien… nos vemos luego —musitó, alejándose con sus amigas no sin antes dejar un beso en la mejilla de Antonio que sabía a despedida.