Antonio sintió un escalofrío repentino, como si una hoja de hielo le hubiera rozado la nuca. No era el viento, ni el frío del atardecer. Era algo más profundo, más oscuro: un susurro en su mente, una advertencia silenciosa que se filtraba en su conciencia como veneno.
Caroline.
No podía verla, pero podía sentirla. Era como una sombra oculta en los pliegues del mundo, un rastro de su esencia divina que solo alguien como él —otro Guardián, otro ser de Aetheris— podía percibir. Su instinto le gritaba que algo estaba mal.
Miró a su alrededor con urgencia, sus ojos dorados escudriñaban cada rostro en la multitud estudiantil, cada esquina, cada reflejo en los ventanales. Nada. Caroline era experta en ocultarse, en moverse como un fantasma entre los humanos.
Entonces, un pensamiento cruzó su mente como un relámpago.
Daniela.
Un mal presentimiento se apoderó de él, un puño invisible que le oprimió el pecho. No había tiempo que perder.
Se abrió paso entre la gente, ignorando las miradas curiosas, hasta llegar al grupo de amigas de Daniela.
—¿Dónde está Daniela? —preguntó, y su voz sonó más áspera de lo que pretendía, cargada de una urgencia que hizo que las chicas intercambiaran miradas nerviosas.
Una de ellas, la más cercana a Daniela, lo miró con sorpresa.
—Se fue con una de nosotras… —dijo, señalando vagamente hacia un pasillo.
—¿A dónde? —insistió Antonio, y esta vez no pudo ocultar el tono cortante de su voz.
La chica, ahora incómoda, señaló con el dedo hacia las afueras del campus, donde las construcciones más antiguas se alzaban como fantasmas de ladrillo y cemento.
Antonio siguió la dirección indicada, y su sangre se heló en sus venas.
Era un lugar apartado, abandonado, exactamente el tipo de sitio donde Caroline haría algo.
No había tiempo.
Sin pensarlo, sin siquiera respirar, corrió.
El estruendo de una explosión retumbó en sus huesos como un llamado a la guerra. Antonio aceleró el paso hasta convertirlo en una carrera desesperada, cada latido de su corazón marcaba el ritmo de sus zancadas. El suelo tembló bajo sus pies, y cuando alzó la vista, vio el edificio desplomarse en una nube de polvo y escombros que se elevó como una bestia despertando.
Daniela estaba justo ahí.
El mundo pareció ralentizarse. Los fragmentos de concreto caían con una pesadez grotesca, girando en el aire como hojas arrastradas por una tormenta. Entre el humo y el caos, algo llamó su atención: Caroline. No como la humana que fingía ser, sino como lo que realmente era: una silueta etérea, desvaneciéndose en el aire como tinta en agua. Su sonrisa burlona fue lo último que desapareció, dejando atrás solo destrucción y una pregunta flotando en el aire: ¿Demasiado tarde, Guardián?
Pero Antonio no tenía espacio para la rabia, ni para el miedo. Solo una cosa importaba.
Daniela.
En ese instante, algo en su interior se quebró y al mismo tiempo se liberó. Sus pupilas brillaron con un destello dorado, y la energía de Aetheris —reprimido por tanto tiempo— estalló en sus venas como un río rompiendo un dique. Los escombros caían, las vigas crujían, el polvo cegaba…
Pero él ya estaba allí.
Con un movimiento imposible para cualquier humano, se lanzó hacia Daniela. El aire vibró alrededor de su cuerpo mientras cruzaba la distancia en un abrir y cerrar de ojos. El impacto fue brutal. Los fragmentos de concreto lo golpearon como martillos divinos, astillándose contra su espalda con un crujido sordo. El dolor lo atravesó como un relámpago, pero sus rodillas no cedieron. No podían ceder.
—¡Antonio! —gritó Daniela con voz ahogada por el polvo, sus ojos estaban desorbitados por el terror y la incredulidad.
No hubo explicaciones. No hubo tiempo. Con un gesto rápido pero cuidadoso, la envolvió en sus brazos, protegiendo su cabeza contra su pecho. Y entonces, el mundo se desdibujó.
La velocidad lo transformó en poco más que una estela dorada, una ráfaga que atravesó la destrucción como si esta no existiera. Para Daniela, fue como si el tiempo se hubiera detenido: un instante estaba entre los escombros, y al siguiente, el campus entero era solo un recuerdo lejano.
Pero Antonio sabía la verdad.
El Pacto estaba roto.
Y Caroline lo había planeado todo.
El bosque los envolvió en un silencio irreal. Los árboles se mecían con indiferencia, sus hojas susurraban secretos que ni Antonio ni Daniela podían comprender. El aire olía a tierra húmeda y a corteza fresca, un contraste brutal con el humo y el caos que habían dejado atrás.
Antonio depositó a Daniela en el suelo con delicadeza, como si temiera quebrarla con sus manos ahora llenas de un poder que ya no podía ocultar. Ella lo había visto todo.
El miedo en sus ojos era palpable, tenía una mezcla de incredulidad y confusión que le nublaba la mirada. Sus labios temblaban ligeramente, pero no decían nada. No hacía falta. Antonio lo supo al instante: esta vez, no había mentiras que valieran.
—No soy un humano normal —confesó, y sus palabras cayeron entre ellos como piedras en un lago tranquilo.
Daniela lo miró fijamente, buscando en su rostro algún indicio de que esto era una broma, un sueño, cualquier cosa menos la verdad.
—¿Qué… qué fue eso? ¿Cómo hiciste eso? —su voz era apenas un hilo de sonido, frágil como el cristal.
Antonio bajó la mirada, sintiendo el peso de siglos de secretos sobre sus hombros.
—Mi raza tiene prohibido mostrar su verdadera identidad ante los humanos —explicó, cada palabra estaba cargada de una tristeza antigua.
El silencio se extendió. Daniela no parpadeó, no se movió. Esperaba más.
Él respiró hondo, como si el aire pudiera darle fuerzas para lo que venía.
—Pero… no podía permitir que murieras en ese lugar —sus ojos, ahora más dorados que nunca, la miraron con una intensidad que traspasó su alma—. Te amo, Daniela. Y te amaré por siempre, así tenga que morir para que tú continúes con tu vida.